sábado, 3 de octubre de 2015

Mamá

    Mi relación con ella no fue sencilla. Más allá del amor que nos tenemos mutuamente, somos muy distintas y eso hizo que más de una vez no nos comprendiéramos ni pudiéramos ponernos en el lugar de la otra.
    Para una madre taurina, con los pies fijos sobre la tierra y pocos pajaritos en la cabeza, una hija pisciana soñadora, dispersa, medio hippie y sentimental es como un rompecabezas al que le faltan piezas. Y a la mía no le alcanzó la vida entera para comprender (porque no lo comprendió) que esa figura inconclusa, con espacios vacíos pero llenos de algo que ella no podía ver, era sin embargo un ser completo: yo, su hija, hecha no a su imagen y semejanza, sino a la mía, a lo que yo quería y podía ser.
    Un día, no hace mucho, me lo dijo: “yo nunca te entendí”. Fue fuerte escuchar eso. Y me dio pena por ella, más que por mí. No puedo imaginarme “no entender” a mi hija. Porque una cosa es no estar de acuerdo, o no compartir una forma de vida o de pensar, y otra muy distinta es no entender qué quiere el otro, qué busca, qué sueña.
   Yo fui entendiendo, con los años, sus acciones, sus aciertos, su manera de pensar, sus circunstancias. Pero me costó asimilar que siguiera aferrada a rencores viejos, a ideas o prejuicios que le hacían mal, que le iban cerrando puertas a medida que le ensanchaban heridas. Ella no sé si pudo comprender mi capacidad y mi voluntad de perdonar, de olvidar lo malo y recordar lo bueno, de amar sin condiciones. Creo que no, que no lo comprendió.
    A las dos nos costaba comunicarnos; sin peleas, sin discutir, simplemente nos costaba, a mí me costaba bajar la guardia con ella y contarle mis cosas, a ella le costaba escuchar sin opinar, sin manifestar su desacuerdo. 
     Hasta que la vida nos enfrentó a las dos con su vejez, con la enfermedad, con el deterioro del cuerpo y la mente.  
     Y empezamos a hablar. Cuando ella quiso, y pudo, hablamos del pasado, de sus miedos, sus dolores, sus rencores. Hablamos de la muerte. De la propia, de la ajena, de los que ya no estaban. De cómo quisiéramos morir. De su cansancio, de sus ganas de morirse. Es muy duro escucharle decir a la madre de uno que no quiere vivir, que se quiere morir. Uno se siente tan impotente ante eso… Me costaba aceptar que sus hijas, su nieta, no fueran motivos para vivir, que no le alcanzara con nuestro amor, con tenernos vivas y sanas, cerca.
    Los síntomas del inicio de la demencia senil se fueron presentando de a poco, al principio el médico decía que nos estaba manipulando, que “se hacía la loca”, pero después nos dimos cuenta de que no se estaba “haciendo la loca” y la enfermedad era real, y había que buscar cómo hacerle frente.
     Llevar a la madre a un geriátrico es duro, pero a veces es necesario. No todos tenemos los mismos límites, las mismas capacidades, y hay que saber reconocerlo y aceptarlo. Por uno, para evitar la culpa, y por el otro, para no verlo o sentirlo como una carga cuando su cuidado se complica. Los geriátricos no son “depósitos de viejos”; si la familia está presente, son un buen lugar para que un anciano enfermo esté atendido según sus necesidades, supervisado y medicado correctamente. Me llevó más de un año entenderlo y confiar en sus cuidadores, hasta que entendí que si no confiaba, no tendría paz. Y entonces, decidí confiar. Confiar no es desentenderse. Confiar es creer en la buena fe del otro, aunque como hija siga supervisando la higiene, las comidas, la habitación, la ropa, y si algo no me gusta, lo diga.   
     El geriátrico de mamá es como una casa grande. Es un lugar hermoso, con ventanales que dan a un jardín que siempre está verde. En el invierno, prenden el hogar y las salamandras y da gusto llegar; en verano, nos sentamos afuera a disfrutar el aire y el canto de los pájaros. Los horarios de visita son flexibles, y las visitas siempre son bienvenidas. A la hora de comer hay olor a comida, como en todas las casas. Los viernes a la tarde va Luis con su guitarra y se arma la peña, y los abuelos acompañan con palmas y cantan. A la hora del mate, toman mate. Llevan una vida tranquila, sin sobresaltos.
     Casi todos ellos están cruzando la barrera entre vivir en el mundo y vivir en su mundo. O ya la cruzaron.
    Mamá también. A veces no habla cuando la visito, o cierra los ojos como si durmiera, aunque está despierta. ¿Qué estará pensando, qué sentirá? Parece encerrada en un laberinto del que ya no puede salir; si le pregunto algo dice que no quiere pensar, que se le hace lío en la cabeza. Y se queda mirando por la ventana. Sólo puedo tratar de que sienta mi amor, de alguna manera. Y le agarro la mano, y se la acaricio, y hago fuerza para que mi tristeza no se note, no le llegue.
    Porque es triste verla así, no sé si sufre, si se siente sola, y quisiera saberlo, y también me da miedo saberlo y no poder hacer nada para que esté mejor.
    Es triste, y da miedo: uno piensa en su propia vejez, y da miedo. Da miedo pensar que así como no elegimos nacer, tampoco podemos elegir cómo morir, de qué morir, en qué momento. Salvo que uno decida matarse, claro. Pero si uno elige seguir viviendo, el final de la vida está fuera de control, es impredecible, a uno puede tocarle morirse con la cabeza entera y el cuerpo destruido o al revés, con el cuerpo entero y la cabeza, la mente, perdidas en el delirio
    ¿Dónde estará el espíritu cuando la persona se queda sin recuerdos y no reconoce afectos? ¿Dónde estará el espíritu cuando la mente está poblada de fantasmas, voces, imágenes irreales?
    Dicen que la enfermedad, o la locura, son parte del karma, son caminos que debe recorrer el alma para purificarse, para terminar de aprender lo que vino a aprender. Si esto es cierto, entonces mamá está aprendiendo algo que debía aprender, y hasta que no lo aprenda no se irá. No sé si es un consuelo pensar esto, pero de alguna manera le da sentido al dolor, a la impotencia de no poder hacer nada para que vuelva a ser la que era antes.
    A veces, yo tampoco quiero pensar, mamá. A mí también se me hace un lío en la cabeza. 

domingo, 19 de abril de 2015

El miedo manda

El hambre desayuna miedo
y el miedo al silencio aturde las calles.
El miedo amenaza.
Si usted ama tendrá sida.
Si fuma tendrá cáncer.
Si respira tendrá contaminación.
Si bebe tendrá accidentes.
Si come tendrá colesterol.
Si habla tendrá desempleo.
Si camina tendrá violencia.
Si piensa tendrá angustia.
Si duda tendrá locura.
Si siente tendrá soledad.
(Eduardo Galeano)


Cuando iba al colegio secundario, como teníamos clases en edificio prestado entrábamos  después que terminaba el turno de la tarde de la primaria y salíamos a las diez y media de la noche. Mis compañeros se volvían a su casa el colectivo, pero a mí me fueron a buscar en auto hasta que terminé quinto año. A mí, y a tres compañeras más; nuestros papás se turnaban para ir un día a la semana cada uno. No sé si lo hacían por miedo, o para que llegáramos más rápido a casa. Nunca lo pregunté, nunca me lo dijeron. Supongo que era por comodidad de ellos y nuestra. Papá y mamá trataban de darnos a mí y a mi hermana lo que no habían tenido de chicos: no querían que pasáramos frío, que nos cansáramos en exceso, ni que corriéramos riesgos.
Pero a mí no me gustaba sentirme tan protegida, y me daba algo así como vergüenza eso de volverme en auto cuando los demás volvían en colectivo.
En cambio Miriam, una de mis compañeras que también vivía en Unquillo, no sólo se volvía en colectivo sino que para llegar a su casa tenía que caminar muchísimas cuadras a las 11 de la noche, una hora en la que no se cruzaba ni un perro. Para cortar camino, se metía por un senderito que atravesaba lo que por ese entonces era puro monte. Con lluvia, con frío, iluminada sólo por la luz de la luna Miriam caminaba hasta su casa sin ningún temor, como si fuera pleno día.
Las dos éramos asmáticas. De chica yo nunca hice gimnasia, y en la secundaria me llevé a rendir Educación Física en primer año porque falté un trimestre entero a las clases. Como justificativo, papá me había hecho hacer un certificado médico que decía: “Se muestra agitada y taquicárdica al menor esfuerzo”. Miriam, en cambio, jugaba vóley, handball y se destacaba en atletismo. Y mientras yo en invierno era un atado de mocos, ella tenía una salud envidiable.
Yo no viajo casi nunca, y viajar me estresa. Miriam se calza la mochila y se va a Machu Pichu, a la selva, a lugares salvajes, como si se tomara el colectivo para ir a Córdoba.
Mirian no tiene miedo. Yo lucho contra el miedo, pero casi siempre, como bien lo dijo Eduardo Galeano, el miedo manda, y gana.

El miedo de los padres es el peor de los miedos, porque condiciona a los hijos.
Como lo viví en carne propia, decidí no trasmitirle a mi hija ninguno de mis miedos y dejarla crecer libre, y jugar, y trepar, y correr, y andar en bicicleta, y hacer todo lo que debe hacer un niño normal.
Sólo yo sé lo que me costó, pero valió la pena: hoy tengo una maestra que me da todos los días cátedra de confianza en sí misma y en los demás, de audacia, de vida.
El mundo visto con sus ojos es ese lugar maravilloso y amigable en el que todos deberíamos vivir. En el que todos podríamos vivir, si no tuviéramos miedo a la inseguridad, a las alturas, a las tormentas, a los bichos, a la gente, a las crisis.  
Mi hija ama los rayos, los truenos, la lluvia, el viento, la nieve, el mar, la montaña y todo lo que tenga olor a riesgo y aventura. Yo veo todo eso a través de sus ojos y lo amo también… pero de lejos, porque de cerca me sigue dando miedo.
Mi hija ama viajar, conocer culturas y personas diferentes, tomarse una copa de vino en una ciudad desconocida, entre gente desconocida, y ponerse a charlar con los mozos del bar. Vive aquí, o allá, hoy y ahora, sin miedo al futuro ni al presente, sin miedo a la escasez ni a la abundancia, sin miedo al qué dirán ni a lo que hacen los demás.
Confía plenamente en su capacidad para hacerle frente a lo que el destino le traiga, y triunfar. Confía en su capacidad para generar dinero, concretar proyectos o cambiar de rumbo si ya no se siente cómoda donde está.
Y creo que el secreto para vencer los miedos es ese: la confianza. En uno, en los otros, en la vida.
Confiar como confía el paracaidista en que su paracaídas se abrirá y lo sostendrá en el aire hasta que toque el suelo. Como confía el trapecista en su compañero de rutina. Como confía el médico en su instrumentista, el niño en sus padres, el creyente en su Dios.
Confiar en que somos de verdad los artífices de nuestro propio destino, aunque haya pruebas y dolores que no podamos evitar.  
Entonces, no se trata de dejar de tener miedo, sino de empezar a confiar. 

lunes, 9 de febrero de 2015

Facebook: cualquier similitud con la realidad no es mera coincidencia

Si hay un espacio virtual donde las miserias y grandezas de la vida conviven al desnudo y sin anestesia, ese espacio es Facebook.
Facebook es un gran “Cambalache” igual que el del tango, donde el chisme feroz y malicioso, la violencia verbal, la agresión gratuita, el fanatismo, la intolerancia, la discriminación, se muestran, o mejor dicho se ostentan, con una total falta de respeto por el otro, el que mira, el que lee. Ese otro que de repente, y sin comerla ni beberla, siente que le cae encima una gran montaña de mierda verbal. No se me ocurre un término más preciso, ni más gráfico, que ese: mierda verbal. Basura salida de cerebros pequeños, mezquinos, alojados en la cabeza de personas que no tienen nada mejor que hacer con sus vidas que vomitar inmundicias, maledicencias, sospechas, prejuicios.
Facebook es un gran ventanal sin cortinas desde el que se exhibe la intimidad sin pudor, y sin tener en cuenta el riesgo de mostrar todo lo que uno tiene y lo que uno hace: con quien se acuesta, con quien se emborracha, con quién se va de vacaciones, a quién odia y a quién ama.
Facebook es un gran escenario en el que se representan vidas de mentira, sentimientos de mentira: todos somos “amigos”, como si bastara con mirar cómo vive el otro y mostrarle como vive uno para ser amigos.
Facebook es un gran depósito lleno de mensajes y respuestas sin filtro, de pseudo discusiones donde la sinceridad es tan brutal que se convierte en grosería y donde es muy difícil ponerse de acuerdo.
Facebook es un enorme catálogo de banalidades y estupideces.
Facebook, o mejor dicho lo peor de Facebook, es nefasto, y hace que más de una vez me den ganas de cerrar mi cuenta y volver al anonimato.

Pero Facebook también tiene cosas buenas, como la vida.
Ahí están los amigos de siempre y los nuevos, y la familia, y vemos las fotos del cumpleaños al que no pudimos ir porque la prima vive a cientos de kilómetros, y vemos al bebé que tuvo el otro primo, que también vive lejos, y sabemos en qué andan esos parientes o amigos que viven en otros países, en otros continentes.
Ahí están los ex compañeros de curso, con los que formamos un grupo privado para compartir recuerdos, fotos, y concertar encuentros. Y los ex alumnos de nuestro colegio, con los que formamos otro grupo en el que las distintas promociones publican fotos, comentan, todos unidos por el recuerdo común de aulas, profesores, cenas de egresados…
Ahí están los grupos o páginas sobre intereses afines a los nuestros: ecología, manualidades, arte, política, espiritualidad; pequeñas o grandes comunidades en las que encontramos contención, apoyo, entretenimiento.
Ahí están las grandes causas, los aventureros que seguimos en sus viajes por el mundo, los idealistas con sus mensajes de paz y amor que siempre son bienvenidos.
Facebook es maravilloso, cuando quiere. O mejor dicho, cuando nosotros queremos y ponemos nuestro granito de arena para que así sea.
¡Cuánto se puede hacer con Facebook! Se pueden organizar marchas, manifestaciones, encuentros, debates, se pueden buscar y encontrar personas y animales perdidos, se pueden conseguir dadores de sangre, se puede ofrecer o conseguir trabajo, se puede divulgar información seria, se puede pedir y recibir ayuda, se puede concientizar a mucha gente sobre tantas cosas… que es una lástima que todo ese potencial se diluya entre la porquería y la pavada.
Hace dos años, fue gracias a Facebook que en mi cuidad logramos frenar la venta de terrenos en la Reserva Hídrica La Quebrada, un lugar donde las leyes dicen que no se puede desmontar ni construir. Un vecino publicó una foto del cartel en el que aparecían detalles del loteo y el nombre de la inmobiliaria que lo comercializaba, y en pocas horas, compartiendo esa publicación logramos que muchísimos vecinos se enteraran de lo que estaba pasando, que se enteraran los medios de prensa, y que las autoridades se vieran obligadas a dar explicaciones. Enseguida también se formó un grupo abierto para planificar actividades y difundir información. Y fuimos por más: conseguimos casi 2000 firmas para presentar ante las autoridades, presentamos un recurso de Amparo Ambiental… Todo gracias al puntapié inicial de una foto publicada y compartida en Facebook contra reloj, porque el tiempo apremiaba.
Esta movida es un claro ejemplo de lo que se puede lograr con Facebook, cuando se lo utiliza bien. Es útil, sirve, le sirve a la gente y a la sociedad. Y podría servirnos mucho más, si hubiera más usuarios de la red dispuestos a aprovechar su potencial y a separar la paja del trigo.
No digo que esté mal entretenerse en las redes sociales, todos lo hacemos. Pero sería bueno que además aprendiéramos a usarlas con responsabilidad, aprendiéramos a tener códigos, a respetar al otro, a debatir sin insultar, a dejar de lado los chismes vacíos, a divulgar la información importante en lugar de ponerle “me gusta” y nada más, como hace la mayoría.

Es por eso que, a pesar de que a veces me saque de quicio, sigo dándole un voto de confianza a Facebook: porque comprobé su poder de convocatoria en favor de las grandes o pequeñas causas. Ya sea para encontrar al dueño de un perro perdido o luchar contra la trata de personas, Facebook es una buena herramienta, sencilla de usar y con un efecto multiplicador que puede ser impresionante. Y darle un uso más consciente, más comprometido, vale la pena.