domingo, 21 de diciembre de 2014

Pisar el pasado

Lo pasado, pisado.
¿Quién no escuchó esa frase alguna vez, mucho tiempo antes de que la autoayuda, el coaching ontológico y otras disciplinas que hoy están de moda nos empezaran a machacar que la vida es hoy, que lo único que tenemos es el presente y que el pasado no se puede cambiar?
Pero cómo cuesta, a veces, pisar el pasado… Cómo cuesta a veces dejar ir lo que se terminó, y también lo que no fue, lo que sólo existió en nuestra imaginación, en nuestras ganas de que hubiera sido así. Lo que podría haber sido. Lo que sigue teniendo el gusto amargo de las cuentas pendientes, o el sabor agridulce de la nostalgia por lo que nunca más volveremos a ser.
No volveré a tener la piel ni el cuerpo de los veinte años. A veces, me cuesta aceptarlo.
Otras veces, me pregunto si era más feliz entonces que ahora y me respondo que no, porque a los veinte años sufría más de lo que disfrutaba. Sufría por amor, como casi todos a esa edad. Y como espero no volver a sufrir nunca, nunca más. Sufría porque era dramática o estúpida, o las dos cosas juntas. Hoy, creo, soy algo menos estúpida, y al dramatismo le escapo como a la peste porque sé que no vale la pena y que no lleva a nada bueno.
Me fui por las ramas. De lo que quería hablar era de pisar el pasado y pisarlo ahora, en este final de 2014, que como todos los finales, es el momento propicio para dejar ir dolores y penas, preservar los buenos recuerdos y concentrarse en la esperanza de un mañana feliz que debemos construir ladrillo a ladrillo, sin aflojar.
Quiero pisar, en primer lugar, la culpa. Esa culpa impiadosa que me mortificó desde que mamá empezó a depender cada vez más de nosotras, sus hijas, y que casi me destruye cuando decidimos llevarla a un geriátrico. Esa culpa que me hizo llorar a mares, que no me dejó dormir, que me hizo sentir la peor de las hijas por no haber tenido fuerzas para dedicarme las 24 horas a atender a mamá. La culpa que sentí por haberme fastidiado con ella, por no haberme dado cuenta a tiempo de lo que le estaba pasando, por no haber buscado un médico mejor, por no haber sido más amorosa, por lo que no supe hacer. Quiero pisar fuerte, muy fuerte, a esa culpa, hasta pulverizarla, hasta que se mezcle con la tierra y desaparezca para siempre de mi vida.
Quiero pisar muchas cosas que he sido y no quiero seguir siendo.
Quiero pisar mi afán de conformar a todo el mundo, mi costumbre nefasta de decir que sí porque es lo primero que me sale, y que me lleva a hacer cosas que me fastidian, o me aburren, o no van conmigo, o me roban tiempo y energías.  
Quiero pisar los miedos y las preocupaciones que tantas veces me han atormentado o paralizado, que me han dejado a oscuras, que me han cerrado puertas, que me impidieron disfrutar más y mejor todo lo bueno que he tenido.
Quiero pisar el pesimismo ajeno que, aun contra mi voluntad, se me terminó pegando como si fuera propio.
Quiero pisar ese sentimiento de último orejón del tarro que tantas veces me embargó desde que tengo uso de razón. Es un sentimiento malsano, que me lleva a privarme hasta de pequeñas cosas por un espíritu de sacrificio absurdo y patético que no le sirve a nadie, y a mí menos que a nadie.
Quiero pisar la desmotivación, que me llevó tantas veces a dejar de escribir porque sentía que no tenía nada importante que decir, porque sentía que no valía la pena.
Quiero pisar las emociones y pensamientos negativos que no me dejaron dar lo mejor de mí, que no me dejaron sentir alegría, placer, gratitud, serenidad.
Quiero pisar tantas cosas, pisando el pasado…
Pero también quiero guardar las enseñanzas que el pasado me dejó.
La enseñanza más grande de este año es que no soy omnipotente. No soy Dios, no tengo en mis manos el destino, la salud, la felicidad ni el bienestar de nadie. Soy apenas un manojo de contradicciones, genialidades, buenas intenciones y voluntad, como todos.
Este año fui más débil de lo que hubiera querido ser, pero tal vez más fuerte de lo que creo. Estuve a punto de quebrarme, pero finalmente conseguí doblarme sin quebrarme y comprendí que doblarme o quebrarme depende de mí, de cómo me cuide y me preserve. De cuánto me quiera y me valore yo, no de cuánto me quieran y me valoren los demás.
Mi desafío para hoy, para mañana, para el 2015 y para el resto de mi vida es grande: tengo que aprender a quererme más, a cuidarme más, a tomar distancia de lo que me enferma el cuerpo y la cabeza… o conseguir que no me afecte. Tengo que tenerme fe, confiar en mí, darme el lugar que me merezco en mi propia vida porque si no me lo doy yo, no me lo va a dar nadie.
Tengo que aprender a bailar con mi sombra, si es necesario, pero bailar, y dejar que la música me traspase y libere.
Y tengo que aprender a pisar el pasado y dejar atrás sueños muertos, esperanzas rotas, ilusiones apolilladas, para hacerle lugar a lo que vendrá.

viernes, 31 de octubre de 2014

Cada día que comienza es un día más

Cada día que comienza es un día más
para amar, para ser felices, para perdonar y ser perdonados,
para sembrar y para cosechar.
Cada día que termina es un día menos
para amar, para ser felices, para perdonar y ser perdonados,
para sembrar y para cosechar.
Esa es la única verdad que todos tenemos en común,
la única certeza que no necesita comprobación
que no necesita leyes que la regulen
ni palabras certeras para nombrarla
porque la sabemos todos
y aunque nos empeñemos en negarla
en creernos inmortales
en creer que lo bueno durará para siempre
o en pensar que lo malo no se acabará nunca
sabemos
sentimos
con la piel, con las entrañas, con el alma,
que no,
que nada es eterno
salvo nuestro miedo a no ser eternos
a morir, a que mueran los seres que amamos.
Ese miedo es lo más parecido a la eternidad que tenemos.
Ese miedo, y la idea de que todo se puede hacer mañana,
cuando terminemos el trabajo pendiente,
cuando hayamos cumplido con ese compromiso impostergable,
cuando hayamos ganado suficiente dinero,
cuando ya no tengamos más nada para hacer por los demás,
por la comunidad, por la patria,
y podamos, por fin,
empezar a hacer algo por nosotros.
Tal vez el mañana siga esperándonos,
y tal vez lo alcancemos
y como quien llega a la cima de una montaña
podamos detener la marcha
y sentarnos a contemplar el paisaje desde allá arriba,
desde ese "mañana" al que nos ha costado tanto llegar.
Pero ya no seremos los mismos que soñamos con él.
No tendremos las fuerzas, la alegría ni la inocencia
de cuando soñamos nuestros sueños más locos.
Y desde allá arriba veremos el camino recorrido,
y lo que ha quedado en el camino
sin que nos diéramos cuenta de que lo dejábamos atrás.
Terrible paisaje, ese que veremos al llegar al "mañana"
después de perdernos el hoy día tras día.
Porque cada día que comienza es un día más...
pero cada día que termina es un día menos.


***

Hace mucho que no escribía poesía, pero me salió de una sentada. Ayudó el día gris, seguramente, sumado a lo que pasa y nos pasa... La vida. Y esa sensación que a veces, como hoy, se hace más consciente, de que estamos colgando de un hilo finito, finito, que en cualquier momento se puede cortar...



miércoles, 3 de septiembre de 2014

¿Jugar a ser feliz, o ser feliz?

No soy de engancharme con los juegos y propuestas de Facebook, pero cuando hace un tiempo una amiga me invitó al desafío de pensamientos positivos me sumé sin pensarlo dos veces.
La consigna era sencilla: durante siete días, había que publicar tres pensamientos positivos relacionados con las cosas lindas o buenas que hicimos o que nos pasaron cada día.
El primer día, cuesta un poco. Generalmente, uno está más pendiente de lo negativo, de lo que no funciona como debería, del entorno, del país, de la política, de las carencias, y hasta considera superficial o egoísta conformarse con sus pequeñas felicidades cuando en el mundo pasan tantas cosas tristes, dolorosas, aberrantes: injusticias, guerras, miserias.   
El segundo, cuesta un poco menos. Un empieza a entender de qué se trata y está más perceptivo, más abierto a descubrir esa experiencia agradable que le alegró el día.
Para el séptimo y último día del desafío, uno se sorprende al ver cuántas cosas buenas le pasan todos los días sin que se dé cuenta, y a veces sin registrarlas como tales. Cosas que consideramos naturales, previsibles, merecidas, pero que de pronto, vistas desde otra óptica, vemos que son dignas de festejar.
Cosas tan simples como el sol, la lluvia, el aire fresco de la noche después de un calor agobiante, el canto de los pájaros, un encuentro con amigos, una satisfacción en el trabajo, el haber podido ayudar a alguien, la sonrisa de un hijo, recuperan gracias a un simple juego su verdadera dimensión y descubrimos, o comprendemos, que el mundo sigue ahí con sus miserias, sus guerras, sus injusticias, pero en medio de ese caos hay un universo personal en el que podemos elegir cómo vivir, cómo sentirnos, a qué darle importancia y a qué no…
Y es un descubrimiento grandioso, maravilloso, que nos empodera y nos vuelve más sensibles, más abiertos, más plenos.
Me levanto y voy al baño a ducharme. Abro la canilla, sale agua caliente, me enjabono, me seco. ¿Puedo considerar mi ducha matinal algo tan grandioso como para celebrarlo? Sé que muchos responderán que no, que así debe ser, que cuando uno abre la canilla DEBE salir agua, que es un derecho, que pagamos por ella y que así funcionan las cosas. Pero hay tanta gente que no tiene agua, que esa ducha matinal con agua caliente es un lujo. Y la celebro como tal, y siento el agua, y agradezco tener un baño con azulejos en las paredes, y tener jabones perfumados, y shampú, y toallas, aunque no sean nuevas y estén algo ásperas de tanto usarlas. Lo agradezco; es valioso, mucha gente no lo tiene.
Salgo de casa y camino hasta mi trabajo. Son pocas cuadras, hay sol, cantan los pájaros, y me siento feliz de estar aquí, en este pueblo ciudad tan bello y querido para mí. Para otros habitantes es apenas una ciudad dormitorio, e incluso, como dicen algunos, “un pueblo de mierda” en el que nada funciona bien, en el que hay calles de tierra intransitables, obras públicas mal hechas y funcionarios inútiles. Algo de eso hay, no lo niego. Bastante. Pero es mi lugar en el mundo, y lo amo, y valoro todo lo bueno que tiene, que para mí es mucho más que lo negativo.
Cuando comencé el desafío de pensamientos positivos me sentía desanimada y triste: hacía poco que habíamos llevado a mamá al geriátrico y ese había sido un golpe muy duro, difícil de asimilar, y había otras cosas dentro mío que tampoco estaban bien, dudas, miedos, culpas, ansiedad, desmotivación, desvalorización… Yo soy optimista por naturaleza, soy de ver el lado positivo de la vida, pero cuando caigo en un bajón siento que se me cierran todas las puertas de golpe, y me encierro en mí misma. En ese estado, no era fácil encontrar “felicidades” como para publicar. Las tuve que buscar con lupa. Pero aparecieron, y una vez que encontré la primera, chiquita, modesta, el resto vino solo y mi ánimo cambió como por arte de magia.

No jugué a ser feliz, no me inventé felicidades que no tengo. Simplemente volví a redescubrir y valorar, una vez más (y van tantas…) las pequeñas grandes cosas buenas que tiene la vida. Que son muchas y que están ahí, al alcance de la mano, esperando que las sepamos ver y las disfrutemos.