miércoles, 26 de diciembre de 2012

Nochebuena al horno con ensalada Waldorf


La de anoche, creo, fue la nochebuena más tórrida de mi vida, y no precisamente por una pasión incendiaria -algo que ya no existe ni en mi imaginación-, ni por los calores menopáusicos que me desquiciaban. No señor. Hacía calor en serio, demasiado calor, incluso para mí, que ante la más mínima brisa corro a buscar un saquito. Un calor invalidante, desmayante, que me hizo desistir de ponerme algo especial y fue una buena excusa para quedarme en ojotas, con la malla y una pollera hindú livianita que llegado el caso hasta podía usar para apantallarme.  
Con mi hija lejos, trabajando en Brasil, mi familia cercana se reduce notablemente: sólo quedan mi hermana y mamá, que vive enfrente. Bien enfrente. Íbamos a comer en casa de Madre, pero cuando estaba a punto de cruzarme sonó el teléfono: era mi hermana, para decirme que mejor comiéramos en mi casa.
Su propuesta me solucionó la vida. Explico. Desde hace tres días tengo en casa, además de mi perra, dos cachorras callejeras que están en celo y que deambulaban por la calle con un cortejo canino de todos los tamaños y colores posibles. Como la jauría alzada ponía en riesgo la vida de mi gata y no me dejaba dormir con sus peleas y corridas, opté por “desaparecer” a las causantes para que sus efluvios no se desparramaran por todo el pueblo: las encerré en mi baño, y las saco al jardín sólo para que hagan sus necesidades y tomen un poco de aire. Con tres perras a cargo, que había que mantener separadas y vigiladas para que no me destruyeran lo poco que tengo, irme a pasar las fiestas a otra parte, aunque fuera enfrente, me resultaba un incordio.  
Así que vestí la mesa con el mantel navideño que uso dos veces al año desde hace siglos, mi hermana trajo el cuarto de lechón al horno adobado con salvia, romero y ajo que había cocinado durante tres horas y que todavía estaba tibio, cortamos el pionono de palmitos que habíamos hecho a la siesta, preparamos la ensalada Waldorf y los pinchecitos con queso y cerezas, con jamón y ananá, y después la fuimos a buscar a Madre, que se había quedado mirando televisión. Como no había luz en la calle, alumbré la entrada y la escalera con la linternita del celular al mejor estilo acomodador de cine, y sujetándola de los dos brazos conseguimos que llegara sana y salva.
Cenamos temprano, disfrutando el menú especial, nos quedamos con la intriga de lo que había pasado con las pastillas para la diabetes de Madre, si se las había tomado sin que la viéramos o se las había olvidado, y al rato ya estábamos instaladas en el jardín para esperar la medianoche y ver los fuegos artificiales. El aire parecía provenir de un calefactor gigantesco. Madre quería volverse a su casa y mi hermana le dijo que si no se quedaba hasta las 12 no había regalos. Para ver si Madre se conmovía y decidía adoptarlas, liberé a las callejeras: sus monerías lograron distraerla un rato, pero cuando empezaron a ponerse cargosas y a saltarnos encima y lamernos las volví a llevar al baño. Mi perra ni se enteró; estaba en la pieza de mi hija, con la puerta y la ventana cerradas para que los ruidos no la afectaran tanto.
A las 12 en punto empezó la función, que fue más pobre que otros años no sólo en cantidad, sino en calidad: hubo menos fuegos artificiales, y veinte minutos después el ruido comenzó a ralear. Una de dos: o estamos tomando conciencia, o la pirotecnia estaba muy cara...
El brindis, los regalos, Madre que se cansó de estar sentada y quiere irse, y allá vamos, otra vez alumbrando con la linternita del celular, intentando coordinar nuestros movimientos y los de ella,  y rogando que sus piernas no le jueguen una mala pasada y que no terminemos las tres rodando por la escalera.
Ya de vuelta en casa, me serví la sidra que había quedado en un vaso grande con varios cubitos de hielo, salí al jardín, y solita mi alma brindé con los que ya no están. Después brindé con los que sí están y me hubiera gustado tenerlos más cerca, compartiendo esta noche conmigo, y pedí que haya paz en la tierra para todos los hombres de buena voluntad y para el resto también, así no joroban con sus fechorías. Y dándole gracias a Dios por una Navidad más, por todo lo bueno que tengo y por haber podido quedarme en mi casa en ojotas, me tomé la sidra aguada y fresquita mientras miraba los últimos fuegos artificiales que, a lo lejos, todavía se empeñaban en mostrar su efímera belleza... y la ostentosa inutilidad de sus cinco segundos de fama.  
Mi último pensamiento fue para los que, por la causa que fuera, estaban sufriendo, y en lo bienvenido que hubiera sido para ellos un silencio respetuoso, contenedor, que no los hiciera sentir excluidos ni avasallados. Un silencio que nos ayudara a comprender el verdadero sentido de la navidad, que está más allá de esa algarabía, muchas veces ficticia, con que nos empeñamos en mostrarle al mundo que es obligación festejar, aunque no sepamos qué festejamos.

martes, 14 de agosto de 2012

Los placeres de mi vida



Todos hemos leído alguna vez sobre “los placeres de la vida”, presentados como las sensaciones o experiencias que debemos tener para ser felices. Y seguramente, también nos hemos identificado con algunos más que con otros, porque no a todos nos gustan las mismas cosas.
Hablar sobre “los placeres de la vida” es imposible: no hay una sola “vida”, hay muchísimas, y todas son distintas. Así que, después de leer una de esas listas donde figuraban placeres que a mí no me causan ni me causarían ningún placer, como por ejemplo bañarme con champagne, comprarme una cartera de Louis Buitton o hacer un crucero por el Caribe, decidí hacer mi propia lista de placeres. Que si bien son menos glamorosos, tienen que ver conmigo y con lo que de verdad disfruto.
Porque el placer es algo serio, es importante, y tiene que estar hecho a nuestra medida como la buena ropa de confección, la que hacían antes las modistas y los sastres.
Aquí va mi lista, incompleta pero representativa. Te invito a hacer la tuya,  para que no te vendan placeres ajenos con los que después no sepas qué hacer.

Los placeres de MI vida

Conversar con mi hija té o café de por medio, largo, sin que nos importe la hora, como si el tiempo no existiera.
Abrazar a mi hija cuando se va de viaje, y abrazarla todavía más fuerte cuando vuelve.
Acostarme con sueño, bostezando, entregarme a la cama como si fuera un amante.
Dormir con la gata hecha una bolita en los pies de la cama.
            Desayunar sin apuro, como si no tuviera nada que hacer durante el resto del día.
Apagar el despertador y seguir durmiendo un rato más.
Leer o escribir de noche, cuando todo está en silencio y no me interrumpen ni me interrumpo para hacer otras cosas.
Tener la casa toda, toda limpia, reluciente y con olor a limpio. (A este placer no lo disfruto tan seguido como debería, de puro masoquista que soy, nomás...)
Comprar cortes de tela, aunque sepa que después me tendré que poner a coser.
Tener ropa cómoda y abrigada para enfrentar el frío.  
Juntarme con amigos, pocos y buenos, y de ser posible en una casa, no en un bar o restaurante.
Llegar de visita en invierno a una casa que esté calentita y donde haya olor a café, o a comida.
Releer algo que escribí hace mucho y sorprenderme por lo bien escrito que está.
Conmoverme con lo que escribo, y descubrir que los demás también se conmueven.
Caminar en otoño sobre un colchón de hojas secas. Preferentemente de plátano, enormes y crujientes.
El olor de los troncos de pino al arder.
El olor a sahumerio. Pachuli, maderas de oriente, cuanto más pesado, mejor.
El olor a sopa de verduras, la sopa de verduras.
El olor a tostadas, las tostadas.
Medio kilo de helado para mí sola.
Navegar por internet sin un orden establecido, dejándome sorprender por lo que voy encontrando.
Tener amigos fieles de toda la vida, que me quieren y valoran como soy, a los que no necesito explicarles nada.
Conocer personas amigables, inteligentes y dispuestas a compartir experiencias positivas y enriquecedoras.
            Mi taller de escritura, sobre todo cuando cada uno lee lo que escribió para compartirlo con los demás y nos descubrimos mutuamente.
            Leer un libro que me atrape y soltarlo sólo para comer o ir al baño.
            Emocionarme con un libro o una película.
            Estar entre gente sencilla, educada, sin vueltas, sin vicios y sin traumas.
            Caminar por Río Ceballos en invierno a la siesta, cuando no hay gente en la calle.
            El ocio creativo; estar sin hacer nada me produce ansiedad, necesito usar las manos o la mente para explorar o crear algo, por mínimo que sea.          
            Sentirme protegida por mis perras.
             Aquietar mi mente meditando, o escuchando música.
            Sentarme en un sillón cómodo, del que no me den ganas de levantarme.
            Tomar agua pura cuando tengo sed.
            Comer chocolate dejando que los pedacitos se disuelvan solos en la boca.
            Recordar tiempos idos y sentir que tuve una buena vida, rodeada de afectos y sin más pérdidas que las previsibles, las que tarde o temprano nos tocan a todos: abuelos, padres, tíos...
            Tener víveres en la alacena y papel higiénico de repuesto.
            Entusiasmarme con un proyecto.
Hacer planitos en papel cuadriculado para reformar la casa, buscar ideas originales para decorar la casa y el jardín.
            Saber que escribí un buen libro, que me lo editaron y que a todos los que lo leyeron les gustó, aunque eso no me haya alcanzado para convertirme en famosa.
            Discutir por mail con mi amigo escritor, Julio Torres, sobre política o literatura y hacerlo enojar.
            Encontrarme con mis compañeros de colegio y ver que más allá de las arrugas, y las canas, en el fondo seguimos siendo los mismos.
            Los momentos tranquilos, sin discusiones ni malos humores, compartidos con la familia. 
            Comer pan caliente, si es casero, mejor.
            Que valoren mi trabajo, y que me paguen lo que considero justo por él.
            Usar un buen perfume. Y si no hay perfume, tener olor a limpio.
             
             Como verán, son placeres de entrecasa. Nada de diamantes, vestidos de Versace ni paseos en limusina. Nada de cosas sofisticadas o inalcanzables que me quiten en sueño.   
Soy feliz con poco. O con mucho, según cómo se lo mire, porque soy consciente de que esas “pequeñas cosas” que casi siempre ignoramos, o que consideramos como algo natural, para muchos son casi inalcanzables.  

martes, 28 de febrero de 2012

El SEO y yo, una relación complicada

Con ustedes, ¡el SEO!
No me puse de novia ni me casé, les aclaro. No hay ningún señor con ese nombre ridículo, SEO, en mi vida, pero sí hay algo que se llama así y me está quitando el sueño.
Para los que saben menos que yo de marketing en internet y esas cosas, les cuento.
El SEO, dicho en criollo, es básicamente un conjunto de técnicas que hay que conocer y aplicar para posicionar un sitio en internet. Y posicionar un sitio en internet significa llevarlo a los primeros lugares en Google, ese que tiene un cuadrito donde ponemos nuestra consulta y él nos contesta con un montón de páginas donde podemos encontrar la información. ¿Vio que uno siempre ingresa en las primeras que aparecen? Bueno, justamente por eso hay que tratar de que nuestras páginas estén ahí, en los primeros lugares, y si es posible, en el primero: en internet, el que no está en los primeros lugares del Google no existe, no lo ve nadie, ni los parientes.
Ah, pero no es tan sencillo posicionarse... y ahí es donde aparece el villano de la película o el salvador de la chica, según cómo se lo mire: el SEO.
Que no es para cualquiera. Y menos para gente como uno, que la mayoría de las cosas que consigue hacer con la computadora es porque apretó un botón por intuición y le acertó de casualidad. Y que encima, no entiende un comino de inglés y mucho menos de código HTML, que es el idioma en que están escritas por dentro las páginas.
Porque le comento, para que se termine de horrorizar, que esto que usted está leyendo en castellano la computadora lo lee y lo procesa en otro idioma: el HTML. Y que en ese idioma hay que armar las páginas para que la computadora y papá Google las entiendan.
Si usted creía ingenuamente, como yo, que con escribir bonito en un blog alcanzaba para conseguir miles de lectores, lamento comunicarle que no, que no alcanza. Escribir mucho y bien es importante, sí, pero no alcanza. También hace falta el SEO, que le dirá qué colores utilizar, qué tipos de letra, cómo diagramar la página, qué palabras clave usar y dónde ponerlas, y otras cosas para las que hay que meter mano en el HTML. Algo que sólo sabe hacer un programador o un especialista en la materia, por lo que tarde o temprano habrá que contratar uno... o tomarse un año sabático para estudiar el tema con seriedad, haciendo cursos, por ejemplo.
Si uno tiene un blog sólo por el placer de escribir y no necesita promocionar nada, puede prescindir tranquilamente del SEO. Pero si necesita tener muchos lectores porque quiere emprender un negocio on line (en mi caso, vender mi libro o mis talleres de escritura) no le quedará más remedio que acudir a él, al SEO, para que lo ayude a posicionarse.
Y esto es sólo el principio. Porque junto con el SEO, deberá recibir con los brazos abiertos a un ejército de Aliens, perdón, de recursos: los programas para mandar mails de manera automática a una lista de contactos, las páginas de aterrizaje y las de captura (¡es casi una guerra!), las tiendas virtuales, los boletines, reportes y demás herramientas con las que debe contar todo emprendedor.
¿Adivinan quienes están poblando mis pesadillas desde hace unos cuantos meses? ¡Sí, todos ellos, con el SEO encapuchado a la cabeza! Los recursos caen sobre mí con sus instrucciones incomprensibles y con costos que van desde lo irrisorio (detalle que hace dudar de su calidad) hasta lo inalcanzable para mis flacos bolsillos. Y todos me gritan lo mismo: ¡Sin mí no existís, si mí no sos NADIE!
Y aquí estoy, comiendo a deshora, durmiendo cada vez menos y con la calavera en la mano, como Hamlet, preguntándome: ¿SEO, o no SEO? ¡Esa es la cuestión!

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Vaya esta humorada como agradecimiento a todos los que, generosamente, aportan gratis sus conocimientos sobre SEO y marketing en internet a través de blogs y boletines por mail. 

lunes, 20 de febrero de 2012

Autocorrección: la concordancia

Para mí es tan natural esto de la concordancia entre sustantivos y adjetivos, y entre sujeto y predicado, que me cuesta entender que se cometan tantos errores sobre una cuestión tan simple.
Lo estudiamos en la escuela, hasta el cansancio. Todas las maestras nos lo machacaron una y otra vez:
- El adjetivo y el sustantivo deben concordar en género (femenino o masculino) y número (singular o plural): gata mala, hombre trabajador, mujeres hermosas, leones hambrientos.
A un sustantivo FEMENINO corresponde un adjetivo FEMENINO o NEUTRO.
A un sustantivo MASCULINO corresponde un adjetivo MASCULINO o NEUTRO.
¿Cuáles son los adjetivos NEUTROS? Los que no tienen género: agradable, dulce, fuerte, triste, etc.
A un sustantivo SINGULAR corresponde un adjetivo SINGULAR.
A un sustantivo PLURAL  corresponde un adjetivo PLURAL.
Más claro y sencillo, imposible. 

Pero cuando pasamos al sujeto y al núcleo del predicado (el verbo), pareciera que no fuera tan sencillo...
Creo que la culpa la tiene la mala predisposición que la mayoría de las personas ha desarrollado en la escuela para todo lo que tenga que ver con el lenguaje. Nos han martirizado tanto con el análisis sintáctico, los complementos del sujeto y predicado, las oraciones subordinadas o coordinadas y la gramática que lo único que han conseguido es que muchos terminen odiando la escritura. Y gracias a ese martirio, algo tan sencillo como construir correctamente una oración se ha convertido en una entelequia.
En la escuela se enseña un análisis sintáctico cada vez más complicado, pero no se le dice al alumno para qué sirve desmenuzar así una oración. Y acá entre nos, la verdad es que si no se aprende primero a construir una frase, el análisis sintáctico no sirve para nada, mal que le pese a tanto lingüista de escritorio que anda por ahí diseñando planes de estudio.

Empecemos por lo básico, y veamos un ejemplo:

Juan, mi hermano mayor, trabaja en una inmobiliaria.

Verbo: trabaja (núcleo del predicado)
¿Quién trabaja? Juan, mi hermano mayor (sujeto)
El SUJETO es el que realiza la acción. Dentro del sujeto hay un NÚCLEO, que es el sustantivo más importante. En el ejemplo tenemos dos sustantivos: Juan, y hermano. El núcleo es Juan, el nombre propio.

Juan está en SINGULAR, por lo tanto, el verbo también debe estar en SINGULAR.

¿Qué pasa si digo: Juan, Pedro y José trabajan en una inmobiliaria?
Juan, Pedro, José, están en singular, no he dicho Juanes, ni Pedros, ni Josés... pero aunque sus nombres estén en singular son tres personas distintas, entonces tenemos un sujeto PLURAL y por lo tanto, el verbo debe estar en PLURAL: trabajan

¿Y qué pasa si digo: La mayoría de las mujeres prefiere trabajar medio día?
La concordancia correcta es esa: mayoría (singular) con prefiere (singular).
Aquí podría forzarse la concordancia haciendo coincidir el verbo con el sustantivo mujeres y decir:
La mayoría de las mujeres prefieren trabajar medio día. Esta concordancia forzada es bastante común, y no suena mal al oído.

Y ahora fíjense en estas dos frases:

La mayoría de los niños llegó acalorada y cansada después del largo viaje.
La mayoría de los niños llegaron acalorados y cansados después del largo viaje.

En la primera, la concordancia es absolutamente correcta: Mayoría (femenino, singular) con llegó (singular) y acalorada y cansada (femenino, singular). ¡Pero la frase no suena bien!
En la segunda, con una concordancia forzada, tenemos niños (masculino, plural) con llegaron (plural) y acalorados y cansados (masculino, plural).
En casos como éste, hay que apelar a la manera de expresarse de cada lugar para definir cuál es la mejor opción, aunque gramaticalmente no sea la más correcta.
Todo sea por la comunicación, que en definitiva es lo que uno pretende al escribir: comunicarse, y hacerlo de la mejor manera posible.

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Más sobre AUTOCORRECCIÓN y CORRECCIÓN LITERARIA...

martes, 14 de febrero de 2012

Autocorrección: leer como un lector

Seguimos desarrollando los "7 trucos para autocorregir y revisar un texto". Vamos con el segundo: 

Lee tu texto como un lector 

Cuando lees un libro ajeno, no tienes ni la menor idea de lo que vendrá en la próxima frase o en la próxima página y si el autor no ha sido claro, o no ha sabido resolver situaciones de la trama, sentirás que hay huecos, que hay cosas que no entiendes. Esto es lo que tienes que aprender a detectar en tus propios textos, y para eso es indispensable que te tomes el trabajo de leerlo como lector olvidándote de que eres el autor.
¿Por qué es necesario esto? Porque los autores tenemos el libro, o el texto, en la cabeza, sabemos cómo son los personajes, dónde están, qué hacen, o sabemos exactamente qué queremos decir. Y justamente porque lo sabemos tan bien, porque tenemos la imagen mental de todo, es que al escribir se nos pueden escapar detalles que el lector necesita para entender lo que está leyendo.
Tomemos como ejemplo una escena cualquiera de una novela. El primer paso ya lo has dado: imaginarla. Sabes dónde transcurre, quiénes están en ese lugar, de qué están hablando, cómo están vestidos, qué comen, si están alegres o tristes, etc. Pues bien: todo eso que imaginas tienes que trasladarlo al papel de manera que el lector pueda a su vez visualizar esa misma escena, optimizando la información que das para que el resultado final no sea un mamarracho... y tratando de no extenderte demasiado para no cansarlo.

La primera forma que tienes de verificar esto es poniéndote en los zapatos del lector, para imaginar la escena con los elementos que tú mismo le has dado. Si lo que ves no es lo que tenías en mente, entonces tendrás que hacer retoques.
Este mismo concepto se aplica a los textos que no son literarios: el lector los tiene que entender sin cansarse, sin tener que volver atrás, sin agobiarse ante un lenguaje que le resulta desconocido o demasiado técnico para él.

Para que esta lectura "como lector" sea más efectiva, te sugiero que te hagas preguntas y apuntes todas las respuestas.
¿Entiendes lo que lees?
¿El lenguaje es adecuado para el tipo de lector que tendrá el texto?
¿Hay algún fragmento que te parezca poco creíble, que no te convenza, que sea desabrido?
¿Consigues identificar y diferenciar a los personajes por su aspecto físico, sus cualidades, su manera de hablar?
Presta mucha atención a los diálogos, si los hay. El autor sabe quién habla y quién responde, pero si el diálogo no está correctamente marcado (guiones, o comillas, o algo que separe un parlamento del otro) al lector se la hará un lío.

Apunta todo, y luego analízalo desde tu óptica de autor para ver qué puedes hacer con lo negativo que has encontrado como lector.

La prueba de fuego, la lectura hecha por un verdadero lector, la dejamos para la próxima nota.


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sábado, 4 de febrero de 2012

Escribir... ¿y después, qué?

Hasta que publiqué mi primer libro, Manual de Instrucciones para Recién Separadas, jamás se me pasó por la cabeza que además de escribir tendría que aprender marketing, diseño gráfico, relaciones públicas, oratoria... Y que, para contrarrestar la ansiedad que me iba a producir todo eso y conservar aunque más no fuera un mínimo de inspiración, tendría que aprender también a meditar y relajarme.
Como mi percepción sobre los escritores y sus vidas era absurdamente romántica, el primer encontronazo con la realidad fue duro. Les cuento.
Ni bien salió el libro le llevé un ejemplar a la radio a Rebeca Bortoletto, una  importante locutora y periodista de Córdoba a la que admiraba, con la esperanza de que lo leyera y lo comentara en su programa; yo la escuchaba todas las mañanas desde hacía varios años, y me ilusionaba conseguir su atención y su apoyo.
La esperé a la salida para entregárselo en persona; Rebeca me trató muy cordialmente, y a los poquitos días mi sueño se hizo realidad: ¡habló del libro! ¡Y en horario central, por si fuera poco!
Yo estaba eufórica. Gracias al comentario de Rebeca las mujeres harían cola en las librerías para comprar mi libro, que se agotaría en una semana. Ni bien se agotara lo reeditarían, y se convertiría en best seller, y me vendrían a buscar de las grandes editoriales para ofrecerme contratos millonarios. Y como Rebeca había sido mi mecenas, sería invitada de honor en su programa y su audiencia tendría siempre las primicias sobre mi carrera y mi vida.
Pero resulta que pasó una semana, y después un mes, y el libro dejó de estar en las vidrieras... y mis ilusiones de ser best seller se esfumaron, dejándome sumida en el desencanto y la incertidumbre.
¿Cómo podía ser? ¿Dónde estaban las oyentes de Rebeca cuando habló del libro, qué estaban haciendo esas mujeres, por qué no anotaron el nombre para salir a comprarlo urgente? ¿Se estaban bañando? ¿Estaban charlando con la vecina, justo en ese momento? ¿Se habían ido a hacer las compras? ¿Qué m... estaban haciendo, que se perdieron el comentario?
¿Cómo se promocionaba un libro? ¿Qué había que hacer para que la gente lo registrara y decidiera comprarlo?

La duda me ha seguido acompañando hasta el presente, y por si fuera poco, se sumó a la duda la certeza de que con escribir y hacerlo bien, no alcanza.
Escribir es el principio. Después viene lo demás; algunas tareas se pueden delegar para que las haga otro, pero cuando no hay con qué pagar, hay que arremangarse y hacerlas uno mismo. A saber::
Hay que ser carismático y empático, para tener más posibilidades de atraer lectores.
Hay que socializar en Facebook y en Twitter, y escribir bocadillos brillantes y originales.
Hay que tener página web o blog y actualizarlo casi todos los días.
Hay que aprender a diagramar libros digitales y hacer videos de  presentación (book trailer, que le dicen)
Hay que aprender a cobrar por todo aquello que nos insuma tiempo: leer originales ajenos para dar una opinión, dar una charla, dar talleres de escritura.
Hay que aprender a negociar contratos.
Hay que conseguir contactos que nos ayuden a difundir lo que hacemos: periodistas, funcionarios...
Y hay que aprender a optimizar el tiempo para que después de hacer todo lo arriba enunciado nos quede  aunque sea un rato para escribir libros, que en definitiva es lo que mejor sabemos hacer, y lo que más quisiéramos hacer.

Toda esta perorata viene a cuento porque me he pasado días y días sentada frente a la computadora dándole forma al "book trailer" de mi libro, cuando todavía no me había repuesto de los días y días que me pasé sentada frente a la computadora para armar yo solita la portada y corregir detalles de diagramación y edición.
Lo mío es así: artesanal, con mi sello y firma. Cuando no sé algo pregunto, y ni bien me dan la punta del ovillo me pongo a tejer, y tejo, y destejo, hasta que consigo hacer lo que necesito. Si me sale bien, los méritos son míos; si me sale mal, no tengo a quien echarle la culpa y lo más probable es que no pare hasta hacerlo bien.
Ese afán de conseguir la mejor calidad posible cueste lo que cueste me termina llevando a postergar proyectos y acciones. Y lo que es peor, muchas veces me ha pasado que otros concretan antes, desprolijamente y sin tantos melindres, esa idea genial que yo tenía en mente desde hacia años.
Pero con el libro digital decidí terminar con esa mala costumbre y hacerlo ya, aunque no saliera perfecto, aunque no tuviera un arsenal de herramientas on line para promocionarlo.
Al book trailer, también. Y así salió: sui géneris, cien por cien Fernández, igualito a mí.
Pasen y vean...

viernes, 3 de febrero de 2012

Autocorrección: leer como un profesional

En "7 trucos para autocorregir y revisar un texto", que publiqué hace un tiempo largo, esbocé a grandes rasgos algunas pautas elementales pero muy útiles a la hora de pulir cualquier tipo de textos, no sólo los literarios. 
Hoy decidí retomar el tema y desarrollar cada uno de los "7 trucos" para que los puedan comprender mejor y ponerlos en práctica eficazmente. Lo iré haciendo en entregas sucesivas, así no se hace tan largo. 

Aquí va el primero: 

Lee tu escrito como un profesional, sin encariñarte con tus palabras. Todo puede cambiar y mejorar.

¿Qué es eso de "leer como un profesional, sin encariñarte con las palabras"? 
¿Cómo leen los profesionales?
Un profesional lee, ante todo, como si hubiera sido otro quien escribió el texto. Toma distancia, enfría las emociones y no vacila en cambiar algo cuando considera que servirá para mejorar lo que ha escrito. 
Esa frase que nos parecía genial, al leerla con más atención tal vez ya no nos convenza como al principio. ¿Es original, o parece copiada? ¿Es clara? ¿Nos gusta porque evoca algo personal, íntimo, o porque de verdad está bien escrita? 
Un profesional busca la mejor palabra, la más potente, la más musical, la más precisa, sin encapricharse en usar la que más le gusta. Esto se aplica, sobre todo, a los adjetivos y verbos, en los que la gama de matices para designar una misma cualidad o acción es bastante amplia.
Ejemplos: 

Amar, apreciar, querer, estimar, son verbos que se pueden referir al mismo sentimiento, pero con distinto grado de intensidad. Según las circunstancias, quién lo dice, cómo y a quién se lo dice, no es lo mismo "te quiero", que "te amo", "te estimo", o "te aprecio".

Un amante puede ser ardiente, apasionado, fogoso, febril, impetuoso, desmesurado, implacable, exigente, incansable, arrollador, obsesivo, y unos cuantos adjetivos más de significado parecido. ¿Cómo elegimos el mejor? Viendo como funciona en el contexto, como se combina con las demás palabras: que no se repitan las terminaciones, que la frase se lea con fluidez, y que suene categórico al decirlo junto al sustantivo, que no quede insulso. Y por supuesto, y esto es lo principal, que le agregue peso al sustantivo, que lo complete. 
No es lo mismo un viento ligero, suave o juguetón, que uno huracanado o furioso; no es lo mismo un viento frío, helado, gélido o húmedo que uno cálido, o seco. Cualquiera de esos adjetivos nos da una idea precisa de cómo es el viento. 
Pero si decimos "un viento molesto", el adjetivo no lo está definiendo, no agrega nada. ¿Por qué es molesto? ¿ Porque es frío, porque es cálido, porque es huracanado? En realidad, el viento en sí mismo es molesto, incomoda: nos despeina, arrastra papeles, hojas de los árboles... 
Otro ejemplo: el adjetivo "lindo". Una casa "linda". ¿Linda para quién? ¿Qué es ser "lindo"? No hay como medir la "lindura" de algo, porque lo que es lindo para mí puede no serlo para otros. Entonces lo mejor que podemos hacer es usar algún adjetivo que nos dé una idea más clara de cómo es la casa: grande, imponente, ostentosa, modesta, de dos plantas, colonial, moderna, ruinosa, del siglo XVIII, de estilo inglés, etc.
    
Leer como un profesional requiere práctica, pero como todo en esta vida, se puede aprender. 
¡A practicar, entonces! 
  


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