La de anoche, creo, fue la nochebuena más tórrida de mi
vida, y no precisamente por una pasión incendiaria -algo que ya no existe ni en
mi imaginación-, ni por los calores menopáusicos que me desquiciaban. No señor.
Hacía calor en serio, demasiado calor, incluso para mí, que ante la más mínima
brisa corro a buscar un saquito. Un calor invalidante, desmayante, que me hizo desistir
de ponerme algo especial y fue una buena excusa para quedarme en ojotas, con la malla y una pollera hindú
livianita que llegado el caso hasta podía usar para apantallarme.
Con mi hija lejos, trabajando en Brasil, mi familia cercana
se reduce notablemente: sólo quedan mi hermana y mamá, que vive enfrente. Bien
enfrente. Íbamos a comer en casa de Madre, pero cuando estaba a punto de
cruzarme sonó el teléfono: era mi hermana, para decirme que mejor comiéramos en
mi casa.
Su propuesta me solucionó la vida. Explico. Desde hace tres
días tengo en casa, además de mi perra, dos cachorras callejeras que están en
celo y que deambulaban por la calle con un cortejo canino de todos los tamaños
y colores posibles. Como la jauría alzada ponía en riesgo la vida de mi gata y
no me dejaba dormir con sus peleas y corridas, opté por “desaparecer” a las
causantes para que sus efluvios no se desparramaran
por todo el pueblo: las encerré en mi baño, y las saco al jardín sólo para
que hagan sus necesidades y tomen un poco de aire. Con tres
perras a cargo, que había que mantener separadas y vigiladas para
que no me destruyeran lo poco que tengo, irme a pasar las fiestas a otra parte,
aunque fuera enfrente, me resultaba un incordio.
Así que vestí la mesa con el mantel navideño que uso dos
veces al año desde hace siglos, mi hermana trajo el cuarto de lechón al horno adobado
con salvia, romero y ajo que había cocinado durante tres horas y que todavía
estaba tibio, cortamos el pionono de palmitos que habíamos hecho a la siesta,
preparamos la ensalada Waldorf y los pinchecitos con queso y cerezas, con jamón
y ananá, y después la fuimos a buscar a Madre, que se había quedado mirando televisión.
Como no había luz en la calle, alumbré la entrada y la escalera con la
linternita del celular al mejor estilo acomodador de cine, y sujetándola de los
dos brazos conseguimos que llegara sana y salva.
Cenamos temprano, disfrutando el menú especial, nos quedamos
con la intriga de lo que había pasado con las pastillas para la diabetes de
Madre, si se las había tomado sin que la viéramos o se las había olvidado, y al
rato ya estábamos instaladas en el jardín para esperar la medianoche y ver los
fuegos artificiales. El aire parecía provenir de un calefactor gigantesco. Madre
quería volverse a su casa y mi hermana le dijo que si no se quedaba hasta las
12 no había regalos. Para ver si Madre se conmovía y decidía adoptarlas, liberé
a las callejeras: sus monerías lograron distraerla un rato, pero cuando
empezaron a ponerse cargosas y a saltarnos encima y lamernos las volví a llevar
al baño. Mi perra ni se enteró; estaba en la pieza de mi hija, con la puerta y
la ventana cerradas para que los ruidos no la afectaran tanto.
A las 12 en punto empezó la función, que fue más pobre que
otros años no sólo en cantidad, sino en calidad: hubo menos fuegos
artificiales, y veinte minutos después el ruido comenzó a ralear. Una de dos: o
estamos tomando conciencia, o la pirotecnia estaba muy cara...
El brindis, los regalos, Madre que se cansó de estar sentada
y quiere irse, y allá vamos, otra vez alumbrando con la linternita del celular,
intentando coordinar nuestros movimientos y los de ella, y rogando que sus piernas no le jueguen una
mala pasada y que no terminemos las tres rodando por la escalera.
Ya de vuelta en casa, me serví la sidra que había quedado en
un vaso grande con varios cubitos de hielo, salí al jardín, y solita mi alma brindé
con los que ya no están. Después brindé con los que sí están y me hubiera
gustado tenerlos más cerca, compartiendo esta noche conmigo, y pedí que haya
paz en la tierra para todos los hombres de buena voluntad y para el resto
también, así no joroban con sus fechorías. Y dándole gracias a Dios por una
Navidad más, por todo lo bueno que tengo y por haber podido quedarme en mi casa
en ojotas, me tomé la sidra aguada y fresquita mientras miraba los últimos
fuegos artificiales que, a lo lejos, todavía se empeñaban en mostrar su efímera belleza... y la ostentosa inutilidad de sus cinco segundos de fama.
Mi último pensamiento fue para los que, por la causa que
fuera, estaban sufriendo, y en lo bienvenido que hubiera sido para ellos un
silencio respetuoso, contenedor, que no los hiciera sentir excluidos ni avasallados.
Un silencio que nos ayudara a comprender el verdadero sentido de la navidad,
que está más allá de esa algarabía, muchas veces ficticia, con que nos empeñamos
en mostrarle al mundo que es obligación festejar, aunque no sepamos qué
festejamos.