sábado, 20 de septiembre de 2008

Primaveras que no volverán

Llega septiembre y me ataca la nostalgia. Es comprensible: con cuarenta y pico largos, todavía tengo memoria, y con las primeras flores y las primeras alergias me acuerdo del día del estudiante, de los picnic, de los campeonatos entre colegios...

Recuerdo especialmente un 21 de septiembre: el de 1976. Cuarto año, Escuela Superior de Comercio Mariano Moreno de Río Ceballos, el dique La Quebrada casi a estrenar, las siete de la mañana y nosotros, de remera, gorrito estilo “Piluso” y zapatillas de lona, rumbo a la cascada de Los Hornillos. La caminata fue inolvidable, principalmente para mí: “¡Seguí la huella!”, me gritaban los que iban adelante, que eran todos menos yo. Como buena rosarina criada en asfalto no veía nada a mi alrededor parecido a un sendero, ni siquiera un mísero caminito de hormigas. Cuando ya no sabía para donde agarrar, me sentaba en el suelo como chico empacado a esperar que alguien notara mi ausencia y se volviera a buscarme, cosa que hicieron unas ocho veces, más o menos.

Luego de atravesar media provincia (o así me pareció), de clavarnos espinas ponzoñosas, de avistar un par de víboras y tres iguanas y de cruzar cincuenta veces el mismo río, resbalándose la que suscribe en cada piedra húmeda que pisaba, llegamos a la cascada, tomamos un rato de sol y nos dispusimos a almorzar. De bolsos varios (las mochilas no eran moda todavía) brotaron, amorfos y/o despanchurrados, los “sánguches” de milanesa de rigor, varios pebetes de jamón y queso, alguna que otra empanada, porciones de pascualina, bollos de pan francés, rodajas de bondiola, salame y mortadela, y la estrella de todo picnic que se preciara: ¡los huevos duros! De postre, frutas; nada de vino, gaseosa en botella de vidrio que después teníamos que acarrear de vuelta, no porque fuéramos ecologistas sino porque al envase lo cobraban caro.

La sobremesa larga y fiacuda, adormecidos como lagartos sobre las piedras calientes, y un pequeño percance cuando uno de los chicos, por querer hacerle una broma a una de nosotras (cuyo nombre me llevaré a la tumba pero que empieza con C), le tiró de la toalla que tenía enroscada alrededor del cuerpo y junto con la toalla vino el corpiño de la bikini. El Negro se puso blanco de la vergüenza, literalmente; un “¡bol.....o! masculino hirió el aire desde un costado y cayó un sopapo ídem desde el otro, porque eso sí: los varones nos defendían como si fueran nuestros hermanos, aun entre ellos.

Nos pegamos la vuelta como a las cuatro porque queríamos ir a una fiesta en un colegio de Unquillo, donde había concursos de baile y elegían reina de los estudiantes. Para esa hora, ya se empezaron a sentir los primeros efectos de un mediodía al sol: los más claritos teníamos la cara ardida, y los vaqueros nos raspaban sin piedad las piernas chamuscadas.

Ya en Río Ceballos, la candidata a reina fue a su casa a bañarse y “producirse”, como se dice ahora. El resto, tal como estábamos, oliendo a Sapolán Ferrini, tierra, agua de río e anche algo más, seguimos viaje hacia Unquillo, donde ganamos el concurso de rock y nuestra reina salió princesa, nomás.

Y eso fue todo. Ni Carlos Paz, ni megarecitales, ni caravanas de autos y colectivos, ni cientos de litros de vino y cerveza confiscados por la policía. Nos divertíamos con poco en Río Ceballos, allá por 1976: nos alcanzaba con estar juntos, compartir un rato al sol, contarnos los sueños, cantar a coro un tema de Sui Géneris... y comer huevos duros porque en mis tiempos, para que sepan, la gente comía esas cosas porque eran alimenticias, la bulimia y la anorexia no existían, y si existían no nos habíamos enterado, y mamá tenía derecho a meter mano donde quisiera para velar por nuestra salud, hasta en la vianda para el picnic.

(Publicado en mi columna Peperina Exprés, del diario El Zonda de San Juan, y en La Voz del Interior)

En memoria de aquellos buenos tiempos...

domingo, 14 de septiembre de 2008

Lo que cuesta un amante en Río Ceballos


“Está duro el mercado del usado” es lo que dicen las mujeres de mi edad cuando se les pregunta por su vida sentimental. Si pasados los cuarenta no se tiene la dicha (o la desgracia, depende) de tener un marido cama adentro, no quedan más opciones que asumir la soledad y tratar de pasarla lo mejor posible en compañía de una misma, el gato, los libros y el potus... o tener un amante, esto es, un señor que es casi un novio, pero a escondidas.

Lo que nadie sospecha son los costos de una y otra opción. La soledad pareciera más barata, económicamente hablando. Una puede salirse del presupuesto con unos bombones, un par de zapatos, una ida al teatro, una plantita nueva. Salvo que, como algunas, sea compradora compulsiva. Pero tener un amante... puede costarnos “más caro que una francesa”, como decía mi tío Diego.

Y ni le cuento si una vive en Río Ceballos, y es invierno. Para muestra, aquí va la transcripción casi textual, letra más letra menos, de las andanzas de una de mis amigas:

“Después de dos meses sin poder vernos porque tenía roto el auto, porque se le enfermaron los chicos, porque estaba tapado de trabajo y demás porqués, quedamos en que venía el sábado a las cinco de la tarde. Yo, por supuesto, no tenía un centavo, ni leña ni querosén, y la casa era un iglú. Durante la semana ni me doy cuenta porque llego tarde y me acuesto enseguida; pero cuando viene gente tengo que prender la estufa, mejor dicho las estufas, porque con el hogar solo no hago nada. Le tuve que pedir plata a mi viejo, y anotá: cincuenta pesos entre leña y querosén, más unas empanadas por las dudas se quedara hasta la noche, y un vinito, más las facturas para el mate, más un desodorante para el baño, más un par de lamparitas para el living, que se me habían quemado... cien pesos, me gasté.

Al mediodía prendí las dos estufas, así que para las cinco el living estaba cálido y el dormitorio también. Acomodé la alfombra frente al hogar y cambié las sábanas, prendí varios sahumerios, puse música... Como a las seis me llama para avisarme que vendría después de las ocho porque recién a esa hora le iban a entregar el auto, que estaba en el taller. De las cinco a las ocho son tres horas derrochando combustible. Llegó a las diez con una torta helada, una botella de champán y toda la buena onda del mundo. Yo llevaba cinco horas quemando plata, literalmente, pero no le dije nada porque para escuchar quejas con su mujer tiene bastante. La bruja es ella, no yo.


Claro que valió la pena... nos pudimos sacar toda la ropa, y nos pasamos la noche como en la canción de Charly: ¡yendo de la cama al living!”


Gracias a las confidencias de mi amiga, descubrí que tener un amante en Río Ceballos y en invierno cuesta la módica suma de ¡cien pesos cada vez que viene!, más o menos. Si a esto le sumamos la inversión inicial que nos demanda la primera visita del susodicho (ropa interior nueva, sábanas y toallas nuevas, etc.) y los gastos de mantenimiento (tintura, depilación, provisiones surtidas en la heladera, etc.) la cifra se incrementa notablemente. Si el caballero en cuestión es cumplidor y viene todos los fines de semana, o todos los lunes, o cuatro veces al mes el día que a él le quede cómodo, necesitamos un sueldo extra para conservarlo.

Se acabaron las épocas gloriosas en que los novios y amantes nos llevaban a cenar, a bailar y a terminar la noche en “un lugar más íntimo”, como solía decirse. Ahora, somos nosotras las que tenemos que demostrar solvencia: tener casa propia o alquilada donde no viva nadie más que una, y además un buen trabajo, nos permite darnos el lujo de tener un amante a domicilio. No dependemos del hombre para ir a ninguna parte: el escenario y el menú lo ponemos nosotras... ¡y lo pagamos nosotras, también, que tanto!.

El orgullo femenino gana adeptas día a día. Si antes se tenía un amante para que aporte lo suyo y la mujer se consideraba a sí misma como una mercadería que debía venderse cara, ahora nos fuimos al otro extremo, y algunas ya ni aceptan que les paguen un café. Personalmente prefiero el término medio, y no comparto ni la absurda pretensión de que nos mantengan ni la insalubre costumbre de mantenerlos nosotras. A la hora de consensuar, si él trae el vino yo pongo el postre, y si él pasa por la rotisería y trae la cena, no me opongo, y si me invita a comer afuera, menos que menos, y si me quiere pagar la luz, los impuestos y el teléfono, bienvenido sea.

Digamos que: no pido, con lo que mi orgullo queda a salvo, pero acepto con gusto lo que me ofrezcan, con lo que mi presupuesto también queda a salvo.

Y no es que sea interesada, sino que no podría negarle a un hombre la posibilidad de sentirse masculino mediante el ancestral (y mágico) recurso de esgrimir la billetera. Si durante cientos de años el hombre fue el “proveedor” y se sintió cómodo en ese rol, ¿con qué derecho le cambiamos los papeles, sumiéndolo en una crisis de identidad de la que no sabe cómo salir? Con su nefasta consigna de compartir gastos, lo único que han logrado las feministas es que los hombres se vuelvan flojos, calculadores y mercenarios y que no nos conviden ni un mísero helado.

En cuestiones de dar y recibir, cada uno es dueño de hacer lo que más le guste. Pero eso sí, queridas compañeras de infortunio: los números hay que hacerlos con la cabeza. Las que prefieren hacer el amor a lo grande, sauna y yacuzi incluido, no se entusiasmen con la tarjeta. No vaya a ser que empeñen hasta el aguinaldo del 2010 para darse un gustito de vez en cuando. Eso no. Porque una cosa es ser independiente y otra es tener un amante a cualquier precio, poniendo en riesgo la economía doméstica o renunciando al arreglo del techo, a los anteojos para ver de cerca, a la mamografía, al dentista o a una cocina nueva.

¡Recuerden, chicas, que los amantes pasan pero una queda, y la casa también! Y que el tiempo hará estragos en ambas, tarde o temprano, así que mejor guardar para el futuro ese dinero que hoy, sin darse cuenta, algunas dilapidan en nombre del placer. Al César lo que es del César... y al amante lo que se gane con el sudor de su frente, ustedes me entienden.

* * *

Esto también es de Peperina Exprés, mi columna de cuando escribía en El Zonda de San Juan. Tuve que actualizarle los números, porque para desgracia de las mujeres de Río Ceballos, a valores de hoy... ¡tener un amante nos cuesta el doble que hace dos años! ¡Hasta en eso se nota que el INDEC miente!


viernes, 5 de septiembre de 2008

Mate y amigos

Confieso que no soy matera “de alma”. En un principio, mi relación con el mate estuvo signada por la opinión de mi abuelo andaluz, que despotricaba contra lo que, según él, era una costumbre de lo más antihigiénica; en su defenestración de la bombilla se mezclaban sus prejuicios con las más elementales verdades médicas, sin distinguir entre unos y otras. Tal era su convicción que sólo se tomaba unos amargos con mi abuela o con mi mamá, no sin antes hacerles despintar los labios.

Pero más allá de mi abuelo Diego, yo quería ser escritora y el mate no encajaba con la idea que me había hecho de los escritores. Los escritores tomaban café en los bares. El mate no era romántico, el café sí; no había ningún tango que se llamara “El último mate”, y lo de “ni yerba de ayer secándose al sol” era muy poco glamoroso. Y no me lo imaginaba a Borges tomando mate, ni a Silvina Bullrich, ni a Cortázar... Mi adolescencia fue, entonces, una ingesta panfletaria de tazas y tazas de Nescafé hirviendo, que no me convirtieron en escritora pero sí me dejaron el estómago listo para la gastritis que vendría después.

No es que no tomara mate; no le había tomado el gusto, que es distinto. Hasta que allá por el 79, empecé a visitarlo al Flaco Olivieri. El Flaco era un amigo como diez años mayor, casado y con dos nenas, y su casa un reducto al que se podía caer a cualquier hora. El Flaco abría la puerta medio despeinado, decía “pasá”, ponía la pava al fuego, llenaba de yerba el jarrito enlozado, y con esa misma yerba tomábamos pavas y pavas de agua caliente con gusto a peperina. No importaba si alrededor de la mesa éramos tres o diez, ni si María Teresa, su mujer, se demoraba hablando y trancaba la ronda. No importaba que fuera invierno o verano, las dos de la tarde o las cinco de la mañana. Esos mates, lavados y dulces hasta lo imposible, tenían el sabor de su hospitalidad, y de mi rebeldía: por ese entonces, yo era una nena bien que jugaba a ser pobre en lo del Flaco, sin sospechar siquiera la que se me venía encima.

Ahí empecé a asociar el mate con la amistad.

Después vinieron otros tiempos, otros amigos, y con ellos, otros mates. Como los de Elsa y Robin, que fueron los mates de la hiperinflación, de las angustias compartidas, de la felicidad cuando nos iba un poco mejor y podíamos comprar facturas, los de las ganas de amucharnos junto al hogar para que el invierno se hiciera más corto, los de las tardes bajo el paraíso de la vereda; mates que fueron, y siguen siendo, los de las horas en que la incertidumbre por el destino propio y el del país nos tiene anclados en esa inactividad que invade el cuerpo y el espíritu cuando uno se desanima. Hubo muchos mates buenos, también, no vaya a creer: los del “non calentarum, largum vivirum”, filosofía que nos hacía reírnos de lo que fuera, aunque sea por un rato.

Y están los mates de la Cris Márquez, a orillas del Mal Paso y con galletitas con picadillo que ella me prepara con su ternura nutricia; los que me tomo a veces con Víctor mientras inventamos algo en la computadora; los que ceba mi hija cuando está inspirada, uno por hora porque es algo dispersa, pero que son un compendio de meticulosidad: la bombilla acá, el agüita allá, el yuyito por este otro lado...

Los mates de mi vida poco tienen que ver con esa infusión verde que se toma por costumbre y que se le ofrece a todo el mundo. Los mates que comparto con mis amigos, cebados siempre por ellos porque yo no sé cebar, son un refugio ante las contingencias de la vida, un abrazo que sostiene cuando todo se derrumba alrededor, un guiño cómplice, y por qué no, una manera de pedirles que me quieran y de recibir su amor. Sigue gustándome el café, pero a la hora de poner el corazón sobre la mesa... venga un mate.

(Publicado en Revista Ayllu - Río Ceballos)