sábado, 14 de junio de 2008

Papá Gordo


Yo tuve un papá gordo. Y un papá gordo es un señor papá, una no piensa en él como en un hombre que puede andar por ahí seduciendo mujeres con su pinta porque es todo papá, nació para papá, ya era gordito de antes de casarse como si presintiera su destino de papá. Tener un papá gordo es un premio de la vida, que sólo disfrutamos algunos elegidos.
Sabía hacer muchas cosas mi papá. Tallarines y ravioles, por ejemplo. Pero lo que hacía mejor era fabricar zapatos. Sabía elegir el cuero, cortarlo, unir las piezas, darle forma de pie y ponerle la suela. Y al final los guardaba en sus cajitas de cartón, separados por un papel de seda.
Quería a sus zapatos, mi papá. Eran su orgullo. Y cuando descubría en los pies de alguien un par de SUS zapatos se volvía más redondo, como uno de esos globos de piñata, esos grandes... su cara mofletuda sonreía, su espalda se estiraba, su panza se hundía un poco... y hasta era capaz de parar al caminante y preguntarle si le resultaban cómodos, donde los había comprado, y contarle que los había hecho él en su fábrica. Papá tenía clientes por toda la Argentina, y cada vez que pienso en los miles y miles de pares que fabricó en su vida, en los miles y miles de pies que caminaron por todo mi país con sus zapatos, hago mío su orgullo y me emociono. Y los extraño, a él y a sus zapatos, y al olorcito a cuero, y a la fábrica...
Yo tuve un papá gordo y una infancia feliz. Y zapatos. Si algo no me faltó, fueron zapatos. Y hechos por mi papá, con esmero y amor. Él inventaba máquinas sencillas, a veces sólo un trozo de madera de una forma especial, que hacían rápida y fácil una tarea tediosa o engorrosa. Era casi un artista, siempre puliendo su obra, buscando la manera de hacerla más perfecta. Mamá lo acompañaba "desde el llano", con un perseverante ir y venir de hormiga que hacía realidad la producción constante, los cien pares por día, o los mil, día tras día. Me críe entre zapatos, oliéndolos, mirándolos, tocándolos... Y viéndolos partir hacia Mendoza, Entre Ríos, Buenos Aires, Jujuy... a caminar la patria.
A caminar la patria.
Yo tuve un papá gordo que hizo muchos, muchísimos zapatos. Y con eso me alcanza para que su recuerdo sea humildemente grande. Como dicen los chicos: hasta el cielo de grande. Y con olor a cuero. Y plantilla con arco anatómico, y talón con refuerzo. Un recuerdo bien hecho.
* * *
Este es uno de mis textos más queridos. Lo escribí hace varios años, salió publicado primero en la revista Nueva y después en El Zonda de San Juan, y la respuesta de los lectores fue inmediata: gente de todas partes, de todas las edades, contándome sobre sus "papás gordos" y la bendición que significaba haberlos tenido.
Es que cuando uno escribe con el corazón, pasan esas cosas: el otro se anima a contar lo suyo, se siente apuntalado en sus convicciones, en sus afectos, siente que es parte de esa gran historia que se construye con la suma de las pequeñas historias, la tuya, la mía...
Hace 22 años que mi viejo ya no está; después de dos bypass, su corazón dijo basta antes de cumplir los cincuenta, en la madrugada de un 9 de junio. Durante mucho tiempo tuve miedo de olvidarme de su voz, de su mirada, de todo lo intangible, que no puede guardarse en una foto.
Pero los que han vivido más que yo dicen que no, que es al revés, que con los años los recuerdos se potencian y nos llegan cada vez más nítidos, más vívidos. Ojalá sea así; hoy, ahora, su voz, cuando la pienso, me llega desde lejos y muy débil, como si no bastara con mi esfuerzo para hacerla regresar. Y tengo miedo, sigo teniendo miedo de olvidarla.

viernes, 6 de junio de 2008

Los efectos terapéuticos del piropo

La semana pasada, o la anterior, se me ocurrió mandar uno de mis artículos de Peperina Exprés a EnPlenitud, una página de temas varios relacionados con la salud, la autoayuda, el humor, el turismo, y otros más, de la que suelo recibir un boletín en mi casilla de mails. No sólo lo publicaron (lo cual no es ninguna hazaña, porque publican todas las colaboraciones) sino que me escribieron, hasta el momento, tres mejicanos diciéndome que les había gustado mucho. ¡Oh maravilla!, me dije, ¡llegué hasta Méjico! ¡Albricias!

Ya sé que eso no quiere decir que yo sea popular como la Mastretta, o la Isabel Allende, pero me hizo feliz que me escribieran desde otro país. Ya sé que el texto salió en un espacio poco intelectual, pero salió, y es lo que de momento me importa: estar en alguna parte, además del blog, que la gente me lea, que me conozca. Estoy tan contenta con mis tres nuevos lectores, que acá va el artículo en cuestión:


Los efectos terapéuticos del piropomujeres piropos amor

Hace unos días caminaba rumiando mis pensamientos como quien mastica vidrio y buscando algo parecido a un centímetro de sombra, cuando al doblar una esquina me crucé con un hombre que me dijo un piropo. Primero desfruncí el ceño, que chirrió como una bisagra oxidada porque hacía un largo rato que lo tenía fruncido. Después estiré la espalda, sonreí, y dándome vuelta busqué al gentil caballero para darle las gracias, cosa que suelo hacer, indefectiblemente, cuando me dicen un piropo. Pero hete aquí que no lo había mirado, y si lo había mirado no lo había visto, y por lo tanto no pude identificarlo. Menos mal, porque de la gratitud hubiera sido capaz de abalanzarme sobre él, colgármele del cuello, hacer de cuenta que era Antonio Banderas y arrancarle la ropa a mordiscos en plena calle.
Con el ceño desfruncido y una sonrisa que llamaba la atención entre tantas caras largas, seguí mi camino meditando sobre los efectos terapéuticos del piropo y sus posibles aplicaciones contra el bajón psicofísico que está diezmando a los argentinos. Llegué a la conclusión de que, en el caso de las mujeres, este mal podría curarse de raíz con una dosis diaria de piropos, que nos ayudaría a recuperar la autoestima, nos levantaría las defensas y nos haría más resistentes a virus, bacterias, aumentos de precios, reducciones de salarios y otros males nacionales.
¡Y que sencillo sería! Cuando mucho, cada hombre debería decir por día unos diez piropos, y ni siquiera haría falta que fueran elaborados: un simple ¡DIOOSSSSA! dicho en tono admirativo, inclinando la cabeza y soplándolo cerca de la oreja de la bruja más horrible, obraría milagros.
Ni que hablar de esos dos clásicos cordobeses, el “MAMASSSA” y el “IEEEGUA” con que suelen castigar nuestros oídos los hombres de estos pagos, y que pasado el bochorno inicial, nos producen un pico de adrenalina que nos alcanzaría para brincar por los campos toda una tarde. Lo único indispensable es que todos los piropos fueran indiscriminados; esto es, dichos al voleo; no un tributo a la belleza sino más bien un acto de grandeza masculina, destinado a hacer brotar esa hermosura interior que, se supone, todas llevamos dentro.
Observen los resultados que se podrían obtener, según las dosis:
Con sólo un piropo diario, tendríamos la mirada más brillante durante el resto del día, el busto erguido por dos o tres horas y el andar majestuoso por varias cuadras.
Con dos piropos diarios tendríamos menos arrugas, soportaríamos las inclemencias del tiempo sin quejarnos, trabajaríamos cantando y volveríamos a casa con la energía necesaria para preparar la cena, postre incluido.
Con tres piropos diarios consumiríamos menos ansiolíticos y antidepresivos, gastaríamos menos en cosméticos, nuestro humor mejoraría notablemente y nos pondríamos mimosas cuatro noches por semana.
Con cinco piropos diarios dejarían de dolernos para siempre la cabeza y los ovarios, se nos borrarían las patas de gallo, se nos disolvería la celulitis y bajaríamos diez centímetros de cintura.
Y con una sobredosis de diez piropos diarios, seríamos capaces de levantarle la líbido de por vida hasta al más alicaído de los varones argentinos, lo cual ya es mucho decir. Rugiríamos como leonas, caminaríamos como panteras, tendríamos piel de pétalo, transpiraríamos con olor a sándalo y nuestro aliento sería fresco y perfumando como si masticáramos menta por toneladas. Nos convertiríamos en verdaderas mujeres maravilla, de esas que revolean camiones por los aires y destripan malhechores sin que se les despeine el flequillo ni se les corra el maquillaje, y todavía nos quedarían energías para bailar todas las noches la danza de los siete velos, como preludio a lo que vendría después.
Piensen, muchachos, piensen… con la mínima inversión de unos pocos minutos diarios y algunas palabras floridas dichas al azar, todos podrían tener esposas, amantes, novias, madres, hermanas, amigas e hijas maravillosas, alegres, sumisas y querendonas. Y por si esto fuera poco, piensen en los beneficios para el bolsillo masculino: si todas las mujeres recibiéramos nuestra dosis de piropos, no habría más compradoras compulsivas, ni sicoanalizadas crónicas, ni maniáticas de la limpieza, ni hipocondríacas. Las familias argentinas ahorrarían miles de pesos que podrían invertir luego en vacaciones, arreglos y reformas en la casa…
En fin, ¡si no me creen, hagan la prueba! Lo más que puede pasar es que algunas celosas se pongan locas, pero al hacer tan felices al resto de las mujeres, eso no cuenta. Además, ellas también recibirían sus dosis diarias así que andarían mansitas.
Señores, háganme caso, porque lo digo por experiencia: las puertas que abre un piropo en el corazón de la mujer, rara vez se cierran. Bombones, flores, diamantes, son bienvenidos, también. Pero un piropo… les juro que nos desarma, y que hasta la más arisca, aunque por fuera se haga la recia, al escuchar un “requiebro” siente cosquillas en el estómago y cascabeles en el alma.