sábado, 30 de agosto de 2008

Apología de los pelados


Hoy tomo la palabra en defensa de esos nobles caballeros que, aceptando su destino, caminan por la vida sin nada que decore sus cabezas. Me refiero a los pelados que se asumen como tales.
Un pelado asumido es como un himno a la virilidad. Fíjese usted, si no, como camina. Tiene el porte soberbio de un noble de rancia estirpe, la mirada desafiante de un gladiador romano y la belleza adusta de una estatua griega.
“El pelado” es un hombre de armas tomar. Un tipo que va al frente, que no oculta sus miserias.
Un superhéroe capaz de las hazañas más inverosímiles: hay que ser muy valiente para enfrentarse a un madrugón de cinco grados bajo cero con las orejas al aire y el cerebro casi, casi, al descubierto. O para calcinarse bajo el tórrido sol del mediodía , sintiendo el crepitar desesperado de los sesos bajo el cráneo al rojo vivo. “El pelado” está limpio de pecados capilares. Su aura brilla, al igual que su cabeza, como la de un infante recién bautizado. Nada de quinchos, jopos truchos ni pelos acomodados con sustancias pegaminosas. “El pelado” es un rey, y como tal, no acepta más corona que su propia dignidad... o un gorrito de lana, a lo sumo.
Cuando “el pelado” se lanza a la conquista no anda mariconeando haciéndose reflejos, baños de crema ni rastas. Lanza en ristre y calva al viento, arremete como heroico Quijote sin más casco ni plumaje que su masculinidad. ¡Y siempre gana!
Mujeres argentinas: un ejército imbatible de pelados nos espera. No conocen la histeria, son mimosos, masculinos, y no gastan en shampú ni nos disputan el cepillo para brushing. Y con sólo dejar que una de nuestras manos resbale por su testa mientras le mordisqueamos una oreja, sabremos lo que es tener a nuestras plantas rendido un león. Sin melena, el león, pero ¿a quien le interesa ese detalle?.
(Permítame una recomendación: si usted jamás acarició a un pelado, para que no se note esa falencia ensaye desde ahora. Para ello, flexione la pierna izquierda a 45 grados y frótese la rodilla hasta sentir un cosquilleo sensual en la palma de la mano. Cuando encuentre al “pelado” de su vida, este aprendizaje previo le puede resultar de mucha utilidad para vencer ese escozor que nos produce lo desconocido.)
Pelados argentinos: no se dejen tentar por charlatanes que les prometen el oro y el pelo: manténgase impasibles y ecológicos, sin conservantes y sin entretejidos. Y recuerden que el hombre es como el oso, cuando más feo más hermoso...
Que el oso sea peludo, es otra historia. Y no viene al caso.

Internet es de todos, pero los textos son del autor. Citemos las fuentes.

martes, 19 de agosto de 2008

La madurez


Hace unos meses hice un descubrimiento: eso que habitualmente llamamos “madurez” es como un hongo pegajoso y gris que va aflorando a medida que nos descascaramos por dentro y por fuera. El flagelo en cuestión está al acecho día y noche, esperando la ocasión para dominar nuestra voluntad, anquilosar nuestras ilusiones y convertir nuestras neuronas en fósiles. Decidida a no darle la más mínima ventaja revisé mis revoques internos y externos, y luego de comprobar que la “madurez” no tenía por donde atacarme, continué con mi plácida existencia.

Bastó un simple descuido y de repente el monstruo estaba frente a mí, amenazante, intentando convencerme de que debía ser “madura”, dejarme de embromar con la literatura y dedicarme a cosas más rentables.

-¡Vade retro! -le dije, esgrimiendo una lapicera- si para madurar tengo que renunciar a lo que más me gusta ¡pues seré una inmadura toda mi vida.

El perfil de persona "madura", para nuestra cultura occidental, es el de alguien aburrido, absolutamente sensato, imparcial, sosegado, que ha llegado al punto más alto de sus capacidades físicas e intelectuales, y que en cualquier momento empieza a declinar y se echa a perder. Como una fruta. Madurá, le decimos al hijo amante de la aventura que se olvidó de anotarse en la facultad porque se fue de campamento con sus amigos. Madurá, le volvemos a decir cuando se pelea con su novia de la adolescencia, se engancha con una ecologista y se va a despetrolar pingüinos en lugar de rendir las tres materias que le faltan. ¡Madurá! le insistimos cuando cambia de trabajo, no por un mejor sueldo sino por más tiempo libre.

¡Madurá! le gritamos con desesperación, cuando decide abandonar su promisorio futuro como abogado y se va al sur a cultivar frutillas.

Y de tanto insistir, nos la creemos: una persona madura no hace esas cosas. Una persona madura siempre razona, siempre hace lo que conviene, no se rebela, no hace locuras. ¿Es eso la madurez? ¿El último peldaño, y de ahí en más un salto hacia la nada eterna? ¿Un espacio donde está todo dicho y todo concluido, algo así como el "final de obra" que dan los arquitectos, y si a uno le quedaron unos cuantos cerámicos torcidos a joderse, que ya no tiene arreglo? Y después de la madurez, ¿qué? ¿Los gusanos?

Todavía estoy verde para eso. Mi mente aún retoza entre miles de utopías y mi cuerpo me acompaña con la misma pasión, aunque no con la misma resistencia de años ha, por desgracia. Confieso que después de una jornada de sano esparcimiento (piense lo que se le antoje…) ahora me duelen músculos y huesos que yo ni sospechaba que existían. Y que antes no dolían. Y confieso también que empiezan a preocuparme temas como la vejez, el deterioro inevitable de mi humanidad, el futuro incierto y la jubilación. Y que me produce un molesto escozor el andar por el mundo así de incógnito, sin haber hecho aún nada notorio, trascendente... o escandaloso, al menos.

Si no es la madurez esa especie de momificación en vida que suponen algunos, ¿qué es, entonces? Luego de haber leído una buena cantidad de libros de autoayuda, de haber charlado largo y tendido con mis amigas, de haber desmenuzado y confrontado las opiniones de Osho, Bucay, y otros guías espirituales, y de haber meditado en soledad acariciando el lomo de mi perra, puedo afirmar sin temor a equivocarme que: “La madurez es la capacidad de asimilar nuestra existencia como parte del cosmos sin sentirnos el ombligo del universo.” Frase de mi invención, no se gaste buscándola en ningún libro de filosofía porque no la va a encontrar. Los filósofos no tienen tanto poder de síntesis.

Entre acumular años y saber madurar hay la misma distancia que entre juntar tierra debajo de la cama y tener un campo de 2000 hectáreas. No son las experiencias ni la edad, por sí mismas, las que otorgan madurez: es la intuición, la percepción de lo que nos rodea, de los otros y de nosotros mismos. La mirada implacable hacia adentro, hasta que duela, hasta sentir que aún hay cosas por hacer y por cambiar. La mirada hacia fuera, pura y maravillada como debió haber sido la primera mirada del primer hombre. El alma en paz, y al mismo tiempo abierta a todas las emociones; la mente abierta a todas las ideas, pero buscando el equilibrio; el espíritu dispuesto al dolor y a la alegría en idéntica medida. Y la piel palpitando debajo de la ropa, pronta siempre al abrazo, al consuelo, al frío y al calor.

La madurez, la verdadera madurez, es un estar “a punto”, listo para empezar, en el mejor momento para lo que uno esté dispuesto a permitirse. Y para eso, no hay edad.

Esto también es de Peperina Exprés, mi columna de "El Zonda" de San Juan de hace unos años. Y viene a colación porque a veces siento que estoy involucionando, que estoy cada vez más lejos de convertirme en esa persona "madura" que se supone uno debe ser cuando está pisando los 50. No es sencillo esto de andar todavía sin rumbo definido, sin un curriculum lleno de logros, viviendo al día y dejando que el tiempo pase como si no se fuera a terminar más, como si todo fuera eterno. No se lo aconsejo a nadie. Pero no puedo evitarlo: algo muy dentro mío me dice que lo que deba ser, será a su tiempo, y que de nada nos sirve apresurar el paso porque nuestra huella es apenas un rastro efímero, que se borrará ni bien sople el viento. Que la vida es apenas un puñado de sueños propios y ajenos, sueños que hay que defender con toda el alma. Que para tener más, tenemos que aprender a vivir con menos.

Sólo algunos predestinados dejan para la posteridad algo grande de verdad; el resto somos sombras en la noche, arena en el desierto, gotas saladas en el mar, o cuanto mucho, una flor colorida a un lado del camino. Nada más.

Y nada menos.