martes, 29 de julio de 2008

Cuando el dolor no puede ser ajeno

En 1976 yo tenía dieciséis años, vivía en Unquillo y mis únicas preocupaciones tenían que ver con el estudio, algún desengaño sentimental y las discusiones con mis compañeros de cuarto año para ver dónde nos iríamos de viaje de fin de curso. La política no era tema de discusión habitual en casa; yo simpatizaba secretamente con el peronismo, pero como mi papá era radical la cosa no daba para mucho diálogo. Que yo recuerde, en mi familia nadie militó en ningún partido; sospecho que mi abuelo español era franquista porque odiaba al comunismo, y mi mamá solía contar que cuando era jovencita se había tenido que afiliar al peronismo para conseguir trabajo, pero la participación política de los Fernández y González de quienes desciendo (que no tienen nada que ver con los que hoy están en el gobierno, esos venían en otro barco) terminaba ahí.

Mi entorno se parecía y se parece al de miles de argentinos: no tengo ningún pariente o amigo militar, ni represor, ni guerrillero, ni muerto en un enfrentamiento, ni desaparecido, y no sé si alguna vez estuve cerca de que me llevaran por error, o porque mi nombre estaba en alguna lista.

Pero aunque mi paso por la historia de los ´70 haya sido anónimo y silencioso, no por eso dejé de estar ahí. Sabía de los guerrilleros liberados por Cámpora, de un Perón que había echado a los imberbes de la Plaza de Mayo, de la triple A, de los artistas prohibidos, de la nefasta influencia de López Rega sobre Isabelita, de los incontables paros, del ERP, de los Montoneros, de las bombas que ponían, de los secuestros, de los enfrentamientos, y del miedo y la impotencia que provocaba en la gente común, la que no militaba en política y sólo quería trabajar y vivir tranquila, el no saber qué estaba pasando, por qué un grupo con ideas extremas, ideas que venían de afuera, quería tomar el poder. Porque el marxismo no era cosa nuestra; lo nuestro era el peronismo, el radicalismo, pero esos tenían las ideas del Che, de los rusos...

Y entonces llegaron ellos, los salvadores de la patria. Hombres que parecían incapaces de hacer algo que empañara su buen nombre y honor, y el de la institución que representaban. La “reserva moral” del país, en la que muchísima gente creía. Al parecer, mientras uno saliera con el documento en el bolsillo y no se metiera en nada raro, no había qué temer; lejos estábamos de imaginar que el concepto de “andar en algo raro” pudiera ser tan amplio como para abarcar a quienes hacían trabajo social en las villas, a estudiantes, curas, docentes, médicos, gremialistas y cuantos lucharan por un país más justo, aunque sólo fuera con la palabra.
Para cuando volvió la democracia, el descrédito de los militares era insoslayable pero no por sus violaciones a los derechos humanos, de las que nos enteraríamos con toda crudeza poco después, sino por otros motivos que ahora no vienen al caso. Recién con el informe de la Conadep se nos cayó la venda de los ojos y vimos lo que en su momento no supimos o no pudimos ver: que los militares, en su afán de “aniquilar” a la guerrilla, habían matado y desaparecido a miles de inocentes. Que la ética, la justicia y la legalidad habían sido pisoteadas por quienes se decían sus más acérrimos defensores.

Se juzgó a los responsables, se alcanzó a condenar a algunos, pero las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, más los indultos de Menem, echaron por tierra uno de los primeros logros de la democracia. Aunque tal vez tenía que ser así; tal vez eran necesarios casi treinta años para que toda la sociedad, y me incluyo, terminara de entender hasta dónde había llegado el puñal, hasta dónde toda una generación había sido primero mutilada, y después, despolitizada.

Hoy, más exaltados o sufrientes unos, más calmos y ecuánimes otros, todos sabemos lo que pasó.

También sabemos que el Estado debe actuar dentro de la ley: un guerrillero, o cualquiera que cometa un acto ilícito, debe ser juzgado y condenado, nunca desaparecido, nunca torturado, nunca enterrado en una fosa común. Tenemos leyes, tenemos una Constitución que hay que respetar.

Al amparo de esas leyes y esa Constitución, hace unos días el general Luciano Benjamín Menéndez fue juzgado y condenado a cadena perpetua por crímenes de lesa humanidad; cómo se habrán respetado sus derechos, que el presidente del Tribunal hizo retirar de la sala a una mujer que lo interrumpió mientras él, el acusado, hablaba. Escuché su alegato personal, en el que ni siquiera hubo un atisbo de autocrítica, y no pude menos que sentir pena por ese hombre viejo, con un rostro en el que ningún músculo dejó traslucir algo parecido a un sentimiento. Un hombre viejo que en pocos años morirá en una cárcel (o en su casa, qué importa) convencido, absolutamente convencido, de que se ha cometido con él una injusticia y sin haber entendido que hizo cosas monstruosas, de esas que a cualquier otro ser humano le habrían quitado el sueño por el resto de sus días. Un hombre viejo anclado en el pasado, con la mente y el corazón cerrados a la posibilidad de recibir el perdón humano y tal vez el divino: mal puede ser perdonado quien no reconoce ninguna culpa, y que no se arrepiente de nada.

Entre los que estaban presenciando cómo juzgaban a ese hombre viejo, había mujeres con pañuelos blancos en la cabeza que esperaban ansiosas, porque a ellas también se les va la vida, que se hiciera justicia por sus hijos muertos o desaparecidos. Una de ellas, Sonia Torres, lo dijo más o menos con estas palabras: "Que la justicia se apure, porque a muchas de nosotras nos queda poco tiempo". Como mujer, como madre, no puedo menos que entender a esas mujeres: si a mí me hubiera pasado lo mismo que a ellas, probablemente sería una de ellas. Sus hijos no tuvieron la posibilidad, que sí tuvo el general Menéndez, de ser juzgados; eso lo que hoy debe importarnos, si queremos que nunca más alguien deba esperar treinta años para que se haga justicia, para que un asesino pague por sus crímenes.

Y si de hacer justicia se trata, dejemos de escuchar una sola campana; si oímos varias, nos quedará claro que no todos los militares y policías fueron represores, asesinos o torturadores; que no todos los desaparecidos eran guerrilleros, hubo muchos inocentes; que una cosa es ser idealista y otra salir a poner bombas; que una cosa es tomar prisioneros de guerra y otra muy distinta torturar y desaparecer gente. Y que más allá de los errores y culpas de unos y otros, está el dolor de quienes han perdido a un ser querido en esa ¿guerra?, ¿revolución?, que tanto mal nos hizo a los argentinos: el sufrimiento de los familiares de policías y militares muertos en enfrentamientos y atentados no es menor que el de los familiares de los guerrilleros muertos y desaparecidos, o de tantos inocentes que cayeron en la volteada.

Y ese dolor no puede ser ajeno, porque podría ser nuestro. Cada uno de nosotros podría tener un padre, un hijo, un hermano, muerto en un enfrentamiento entre guerrilleros y militares, enterrado envuelto en una bandera y con todos los honores o en una ceremonia íntima, pero enterrado al fin. Pero también cada uno de nosotros podría tener un desaparecido en la familia. Piense por un momento, sólo por un momento, que podría ser usted el que busca a un hijo, a su padre, a su hermano, desde hace más de treinta años; que no sabe con certeza cómo murió ni dónde está enterrado, que no tiene una tumba donde llorarlo. Creo que es casi inimaginable, que sólo quienes lo han vivido en carne propia saben qué se siente, hasta dónde duele.

Si tratamos de entender el dolor del otro, si lo despojamos de su filiación política y lo vemos sólo como sufrimiento por el que no está; si dejamos de pensar que todo es blanco o negro y empezamos a reconocer los infinitos matices de gris que dan luz y sombra a la vida humana, le haremos al país, y a nuestros hijos, y a nosotros mismos, un favor enorme.

lunes, 21 de julio de 2008

Julio Cobos, mi mamá, el enano golpista y el ser nacional

Eran las 9 de la mañana del jueves 17 de julio, y yo estaba a punto de desayunar luego de una larga noche en la que no pegué un ojo: primero por quedarme a ver el debate en el Senado hasta el final y después porque no podía dejar de pensar en lo que había pasado. Madre, que vive enfrente, salió de su casa, cruzó la calle, subió la escalera y golpeó mi puerta. No había terminado de entrar, cuando me preguntó:

—¿Y ahora a quien van a poner de presidente?
—A nadie —le contesté.
—Pero perdió, se tiene que ir...

Madre es golpista: quiere que Cristina Kirchner se vaya, y no había manera de hacerle entender que no se iba a ir, que sólo le habían votado en contra una ley en el Congreso, que eso pasa en todo el mundo, todos los días, y los gobiernos siguen y no se va nadie. Y que hasta el 2011 ella va a ser nuestra presidenta, y que no es cuestión de andar sacando y poniendo presidentes, que a los presidentes se los elige votando. Cuando al fin lo entendió, respiré aliviada: ¡un golpista menos, en este país tan lleno de gente que quiere voltear gobiernos! Y sí, somos muchos. Los del Monumento a la Bandera el 20 de junio, los del acto en Palermo el 15 de julio, los diputados y senadores que votaron en contra el 17 a la madrugada y el lord desestabilizador mayor, el “más pior” de todos: el vicepresidente Julio Cobos. Somos demasiados, y por su fuéramos pocos se nos han sumado algunos oportunistas, de esos que nunca faltan cuando de conseguir réditos políticos se trata...

Fiel a su costumbre de tener la última palabra, madre insistió con que los que habían perdido tenían que irse y yo me quedé pensando que, salvando las distancias, ella estaba haciendo lo mismo que muchos analistas políticos y periodistas: reducir la cuestión a una contienda con vencedores y vencidos. Se habla de la “derrota” del gobierno como si la presidenta y su gabinete volvieran de perder en Vilcapugio y Ayohuma, cuando en realidad tuvieron un traspié legislativo que, dadas las circunstancias, era totalmente previsible. Pero el gobierno todavía está a tiempo de rehabilitarse frente a la sociedad: sólo tiene que hacer una autocrítica profunda y honesta, y escuchar las voces de los que intentan hacerle ver en qué está fallando.

También debe entender, el gobierno, que nuestra democracia está creciendo y ya no queremos líderes omnipotentes que nos traten como a chicos y nos marquen el rumbo con el índice en alto. Queremos ser partícipes, queremos empezar a hacer notar lo que nos gusta y lo que nos disgusta, queremos, los del interior, que los funcionarios nacionales no tomen decisiones desde allá sin conocer lo que pasa acá.

El enfrentamiento entre el gobierno y el campo, o como se quiera llamar lo que pasó durante los últimos cuatro meses, nos ha venido muy bien a los argentinos para aprender unas cuántas cosas. Hoy sabemos qué son las retenciones y cómo se aplican, que son los pools de siembra, qué se produce en las distintas regiones del país, qué diferencias hay entre un productor de la pampa húmeda y uno del noroeste, y hasta cuánto rinde la hectárea de soja en cada región. Sabemos, porque lo hemos visto funcionando a pleno, que el Congreso existe, es importante y tiene facultades que no debería delegar nunca más, porque es allí donde están representadas las provincias. Sabemos que, así como se les ha negado a los militares, con toda razón, el recurso de ampararse en la obediencia debida, no se les puede pedir a los senadores oficialistas que voten por obediencia partidaria en cuestiones que involucran a las provincias que representan. Y sabemos, también, para qué sirve un vicepresidente, porque convengamos que la mayoría teníamos la impresión de que era sólo el suplente del presidente, un adorno, casi.

Pero Julio Cobos pateó el tablero y nos demostró que a veces uno puede, y debe, disentir desde adentro, y que eso no es el fin del mundo. Si la presidenta lo piensa bien, su vicepresidente hizo por ella mucho más que todo su gabinete, y que su marido: le tranquilizó el país; los ánimos se distendieron como por arte de magia, y a casi todos nos invadió la sensación de que alguien, o algo, había recuperado el control de una situación que amenazaba con desbocarse.

¿Cobos es un traidor, un desestabilizador? ¿El país está lleno de golpistas? Mejor sería que en el Ejecutivo se dejaran de buscarle el pelo al huevo y de ver fantasmas donde no los hay: los que pensamos distintos no somos golpistas, sólo pensamos distinto, nomás.

Nos debemos una mirada crítica, los argentinos, y no sólo respecto a este conflicto sino a todo lo que pasa y ha pasado en el país.

¿Qué nos molesta de los Kirchner: que sean “zurdos”, o que gobiernen mal? A mí, poco me importa sin son zurdos, derechos o ambidiestros: quiero que hagan bien las cosas y espero que a su gobierno le vaya muy bien, porque entonces a mí también me irá bien. No me molesta, como a algunos, su defensa de los derechos humanos, ni la reivindicación de la memoria, ni que juzguen a los militares: la barbarie debe ser castigada. Pero también me hubiera gustado que estuvieran presos los jefes guerrilleros, que llevaron a tantos jóvenes a empuñar las armas por una “patria socialista” que la mayoría de los argentinos no quería. La generación de los 70 estaba llena de ideales: yo viví en esa época, y si bien era chica (nací en 1960) pude ver a muchos de los que tenían cinco, seis años más que yo, involucrarse con la gente y sus necesidades en las villas, en las escuelas, en el gremio. Se hablaba de política en las universidades, en las fábricas, en la calle, a tono con lo que pasaba en el resto del mundo. Pero algunos decidieron ir más allá, tomaron las armas y lo que vino después, en ese momento y en ese contexto social y político, era previsible: teníamos militares acostumbrados a cumplir órdenes y cuando se les ordenó aniquilar a la subversión, no escatimaron ningún recurso a su alcance, por ilegal o monstruoso que fuera; teníamos militares adoctrinados para ver comunistas hasta en la sopa, y a los que no vieron, los inventaron; teníamos militares acostumbrados a desalojar gobiernos, y bastante gente acostumbrada a pedirles que lo hicieran. Eso hemos sido, nos guste o no: los golpes militares no salen de un repollo, los gesta y los alumbra la sociedad, o una parte de ella. Creo que si la guerrilla hubiera tenido el suficiente apoyo popular podría haber triunfado, pero el argentino medio prefería que los fusiles los tuviera el ejército, que le merecía más confianza. No lo digo yo, lo dice nuestra historia: el comunismo, acá, no tuvo ni tendrá terreno fértil para echar raíces. Desde el más pobre al más rico, todos queremos tener lo nuestro, todos somos partidarios de la propiedad privada y de las libertades individuales.

Hasta 1982, fuimos un país con tradición golpista. Desde 1983, somos un país democrático: la letra entró con sangre, y hoy no hay ninguna posibilidad de que renunciemos a la democracia para dejar el gobierno en manos de los militares, ni de un dictador. Pero que seamos democráticos no significa que no podamos disentir con el gobierno; es más, lo saludable sería que controláramos mucho más a nuestros gobernantes, recordándoles constantemente que tienen la obligación de manejarse dentro de la ley y poniendo el bien común (común quiere decir “de todos”) por encima de sus postulados ideológicos.

Para que la democracia funcione bien debe haber independencia de poderes. ¿Por qué no creemos en la justicia? ¿No será que la justicia no está dando las respuestas que la gente necesita? ¿Por qué tenemos la sensación de que el Congreso no funciona bien, de que los legisladores no trabajan como deberían?

Para que la democracia funcione bien, los partidos políticos deben funcionar bien. Y no lo hacen: nuestros partidos políticos se atomizan por el exceso de personalismo, pero por sobre todo porque no hay internas y el que no está de acuerdo con las conducciones elegidas a dedo, tiene que armar su lista por afuera. ¿Quién lo eligió a Néstor Kirchner presidente del Partido Justicialista? ¿Qué interna ganó nuestra presidenta para ser candidata? ¿Cómo es posible que en cada elección tengamos varios candidatos del mismo partido, pero en listas distintas?

Última reflexión. Todos necesitamos que al país le vaya bien. Todos queremos lo mejor para el país. Todos queremos justicia. El que piensa distinto no es malo ni bueno por eso; está en la vereda de enfrente, nomás, pero mientras no empuñe un arma contra otro argentino, mientras cumpla con sus obligaciones, mientras sea honesto, mientras respete la ley, todo lo demás se puede discutir.

Sí, nos debemos una mirada crítica, los argentinos.

Este artículo también fue publicado en el blog "Democracia directa"

martes, 8 de julio de 2008

Flores de papel

Se llaman zinias, pero las descubrí como "flores de papel". Fue hace casi cuarenta años, cuando llegamos a vivir a Unquillo, a una casa que nos quedaba enorme sin serlo, sólo porque no estábamos acostumbrados a tanto espacio y mucho menos, a tener un jardín con árboles y flores.
Mi casa de Rosario era un viejo departamento de esos que ya casi no queda ninguno, y que estaban al final de un largo pasillo, larguísimo para mis seis, siete años. Uno de esos departamentos en los que el cielorraso se desprendía en trozos considerables, que al pegar contra el piso levantaban una nube de polvillo blanco que demoraba en asentarse. Uno de esos departamentos en los que las piezas no tenían ventanas sino puertas que daban a un patio de dimensiones mínimas, y que, para compensar la falta de sol, tenían altillo y terraza. Dos piezas, cocina, baño, patio, altillo y terraza, con un poco de buena voluntad, pueden albergar a un matrimonio joven con dos hijas pequeñas y una incipiente fábrica de zapatos, a saber: el aparado y cortado en el altillo, la máquina de rebajar cortes en el comedor/dormitorio infantil, la máquina de asentar, que hacía un ruido terrible, en la cocina, el armado en un mínimo lavadero que había junto a la cocina y que mi papá techó con chapas, y la "Paulina", la máquina de raspar suela y cepillar, que era la más sucia, en el patio, protegida en el hueco de la escalera. La terminación final y la puesta en caja de los zapatos la hacía mamá en el comedor, cuando ya no se usaba más la mesa y mi hermana y yo estábamos dormidas.
En esa casa había calor de hogar: estábamos todo el día juntos, y con semejante amontonamiento no había espacio ni para que se colara el frío. Cómo habremos vivido de bien, con ese bienestar que no lo da el dinero sino el amor, que hasta teníamos mascotas: nuestra terraza supo albergar un tero, dos patos, tortugas, y al Mishi.
El Mishi se vino con nosotros a Córdoba, prolijamente embalado en un cajón de verdulería. Después de unos meses en barrio Pueyrredón, en una casa más grande y nueva pero sin jardín, nos mudamos a Unquillo: tres dormitorios, garage, etc. etc., más 1400 metros de terreno, cuatro pinos, cuatro paraísos, dos aljibes, dalias, rosales, ¡pasto, muchísimo pasto! y flores de papel. ¡Todo eso era nuestro, y del Mishi! Y poco después de los perros de turno, y de las gallinas, y cuando se murió el Mishi de los gatos que siguieron.
Pronto descubrimos que tanta "opulencia" tenía su precio, y que para tener flores hay que regar plantas. Las dalias, que eran el desvelo de mi mamá, no podían pasársela sin agua. Menos mal que ahí estaban las flores de papel, para compensar. Eran de una belleza modesta y digna, con sus tallos y hojas ásperos; cuando se secaban se les caían los pétalos y quedaban todas las semillas juntas en el medio, y entonces las arrancábamos y las desparramábamos por los canteros para que siguieran naciendo plantitas nuevas. Había de todos colores: naranja, fucsia, rojo, rosa, lila...
A papá le fue muy bien, tanto que decidió remodelar la casa y con la desmesura que a veces lo caracterizaba, faltó poco para que la tirara abajo completa. Los cuatro paraísos cedieron su lugar a una cochera doble, y los cuatro pinos, a la pileta. Y nos quedamos sin árboles, y lloré por ellos; fue cruel verlos morir con las ramas tronchadas, indefensos como mártires. Las flores de papel, las arvejillas, las espuelas de caballero, los alelíes, las violetas, todas nuestras plantas casi silvestres, que se apretujaban a su antojo con las dalias y las rosas, dieron paso a plantas de vivero: petunias, pensamientos, un sauce de hojas enredadas muy presuntuoso, unas yucas pinchudas y mal llevadas y tres jacarandás escuálidos que se helaban todos los inviernos y no alcanzaban nunca a brotar con fuerza.
Mientras se hacían las reformas, habíamos vivido enfrente; cuando todo estuvo listo y pudimos mudarnos papá no volvió con nosotras (otra mujer...) y a la casa, que ya no era la misma, le costó seguir teniendo calor de hogar.
Después nació mi hija, y me trajo el sol. Y fue otro el camino, otro el desafío, otras las batallas, otros los premios; míos, sólo míos.
Entre adioses, desencuentros y responsabilidades, aprendí que cada vez que uno gana ciertas cosas pierde algo que en el fondo es más valioso, porque no tiene precio. Cuando se alcanza la fama, se pierde paz. Cuando se gana mucho dinero, o prestigio, se pierde libertad, porque el tener lleva implícito el miedo a perder lo que se tiene y eso condiciona. Cuando se está en la cima del poder, se pierde la perspectiva de dónde se está parado: sobre la misma tierra que los demás.
Nuestra casa de Unquillo llegó a ser una de las más codiciadas del pueblo, pero lo que para algunos era motivo de envidia para mí tuvo un precio demasiado alto: ya no estaban mi familia, ni mis pinos ni mis flores de papel, que se quedaron allá lejos, en la infancia, en esa época en que para ser feliz basta con sentirse dueño del pasto, de un árbol, del agua del aljibe, de la luz que entra por las ventanas.