miércoles, 22 de octubre de 2008

Joaquín y las hormigas

Nuestro diálogo tiene reglas bien definidas: todo lo que yo digo, él lo repite en una lengua extraña que suena a croata básico, con un toquecito de lunfardo porteño en la manera con que remarca las eses.

Buscando algo que hacer para entretenerlo (tiene tres años, no es fácil) le di una lupa y me lo llevé al fondo a buscar bichos bolita debajo de las macetas. Le puse uno en la palma de su mano y le enseñé cómo se cerraba; cuando el animalito se volvió a estirar me dijo algo en un tono muy convincente –lástima que la única palabra que pude rescatar fue “bissho”–, lo agarró entre el índice y el pulgar, y como quien moldea moco lo obligó a convertirse otra vez en bolita.

Una procesión de hormigas que se llevaba mi jardín de a pedacitos lo distrajo un par de minutos, pero como eran muchas y no las podía seguir a todas, se dio por vencido y se puso a examinar con la lupa los geranios, el pelo de las perras, mis pantalones, los pisos y las paredes. Menos mal que es chiquito y no me va a sacar el cuero, pensé; mi casa nunca está demasiado limpia, y si encima la miran con lupa...

¿Querés leche, Joaquín?, le pregunté. ¡No! ¡Maera!, me contestó. A la miércole, pensé, ¿qué le dan de comer, pobrecito? ¿Hamburguesas de aserrín, milanesas de aglomerado? Insistí con la leche y se enojó, pateó el piso, frunció el ceño y me dijo muy serio: ¡Maa-era! Mi mente retrocedió algo más de veinte años, y comprendí: mamadera. De esas que en casa no hay ni de recuerdo. Pero sí hay bombilla... así que se tomó su leche en cinco segundos respirando por la nariz como un instructor de yoga y sorbiendo sin detenerse ni para tomar aire, mientras yo lo miraba sin pestañear por si se le ocurría ahogarse.

Después hicimos masa de sal y modelamos monigotes, pies de tres dedos, tortugas, todo mientras conversábamos como si nos entendiéramos. En eso estábamos, cuando una hormiga sin rumbo tuvo la mala fortuna de cruzar frente a nuestros ojos. Joaquín, que la había visto antes que yo, agarró un bodoque chato de masa y lo estampó sobre la hormiga, que quedó incrustada en él; cuando se dio cuenta de que la tenía atrapada, la miró con la lupa y gritó asombrado: ¡move ashh patashh!

La hormiga logró liberarse, pero no le duró mucho porque su captor la volvió a atrapar una y otra vez, hasta que finalmente la pobre dejó de mover ashh patashh y se murió, no sin antes haberlo picado, claro.

Entonces nos pusimos a mirar fotos en la computadora hasta que llegó su papá a buscarlo. Su papá es mi ex. Joaquín es el hermanito de mi hija, que le cayó del cielo cuando ya se había resignado a ser hija única. Y que a mí me hace sentir abuela por un rato, mientras invento cosas para entretenerlo cuando lo traen de visita. Y que me enternece hasta conseguir que el bicho bolita de mi corazón, ese que se enrosca sobre sí mismo cuando algo lo agobia, quepa en el huequito de su mano.

lunes, 20 de octubre de 2008

Tribulaciones de una madre abandonada


Carlita, mi cachorra, HIJA UNICA, 21 años, metro setenta y tres, 62 kilos distribuidos como sólo a su edad pueden estar, estudiante universitaria, madura para algunas cosas y demasiado verde para otras, se fue de casa. Aclaremos: se instaló por un mes en el departamento de una amiga que vive en Córdoba, con retorno a nuestro hogar en Río Ceballos los fines de semana.

Más que irse, puso
35 km de distancia provisoria entre su independencia y mis vanos intentos de controlar su vida... si es que se puede llamar control al hecho de preguntarle donde está, a que hora vuelve y algunas otras pequeñeces que pretendemos saber las madres. El pretexto de la huida fue impecable: estudiar para rendir tres materias, cosa que en casa no puede hacer porque se entretiene demasiado con sus perras, con los vecinos y con cada mosca que pasa volando.

Lo primero que cruzó por mi cabeza fue aquel tema de Serrat, “...que va a ser de ti, lejos de casa, nena, que va a ser de tíiiiii...” Se me escaparon algunas lágrimas, pero enseguida me recompuse y enfrenté la realidad: el que se va sin que lo echen, vuelve sin que lo llamen. Mientras tanto, me dije... ¡a disfrutar! Les cuento mi primera semana de orfandad:

El lunes a las once de la mañana, en lugar de estar gritando cada cinco segundos ¡Levantáteeee! estaba muy tranquila... ¡en la peluquería!. Corte, lavado y brushing mediante, salí completamente relajada y con varios años menos. Con la cabeza ligera por dentro y por fuera, tomé el colectivo y me fui a trabajar. Volví a casa a las diez de la noche: todo en orden, todo limpio, ni una taza en la pileta de la cocina... Con la intención de no alterar ese perfecto ecosistema, cené mandarinas y té con tostadas.

El martes fui a llevarle a la “niña independiente” algunas cosas que se había olvidado en casa, y de paso a conocer el departamento y su entorno. Carla me recibió como si hiciera un mes que no nos viéramos, me convidó café y me presentó al Pompón, el perro de su amiga.

Verifiqué sin mucho disimulo que la vivienda, el edificio y la cuadra tuvieran un aspecto normal, hice algunos comentarios atinados al respecto, llegó la dueña de casa con el novio, charlé un rato con ellos y con Carla mientras preparaban la comida, y viendo que almorzarían algo saludable me fui a trabajar tranquila. Cuando volví a Río Ceballos eran más de las diez de la noche, hacía un frío feroz, y llovía. Río Ceballos, en esas condiciones, parece un pueblo olvidado del Lejano Oeste: ni un alma en las calles, apenas dos o tres audaces en los bares.

Decidí darme un gusto que hacía varias semanas me roía las entrañas, y sintiéndome Graciela Kid en Río Ceballos City entré al Saloon... digo a la heladería, desafié la mirada mortificada del empleado, me compré medio kilo de helado, tomé el único taxi que recorría el pueblo, me instalé frente al televisor a ver la novela de los gitanos y durante una hora me dediqué a comerme, solita y sola, TODO el helado. Juro que lo disfruté, aunque me tiritaban hasta las uñas. Sin dejar de temblar, me metí en la cama vestida con mi uniforme de ir a dormir (piyama frisado con medias de lana) más gorro, bufanda, guantes y la gata sobre los pies. Entre chuchos de frío y estornudos leí como hasta las tres de la mañana, no por insomnio sino porque lo hago siempre. ¡No vayan a pensar que la ausencia de Carla me desvelaba!

Los miércoles, aclaro, no voy a Córdoba, trabajo en casa. Me levanté más tarde que de costumbre porque no tendría que perder tiempo en despertar a mi hija; sólo una madre sabe el tiempo que se pierde en despertar a alguien que no quiere despertarse... o que no puede, porque se acostó hace apenas una hora. En fin, me levanté, como decía, un poco más tarde. Mi casa seguía en orden, mi vida seguía en orden, mi hija seguía lejos y me sentía desorientada sin tener a quien retar. El día transcurrió con total normalidad, salvo por un detalle: no cociné.

Comí alfajores, yoghurt, criollos con manteca, mandarinas, chocolate, berenjenas en escabeche y hasta pan con kepchup. A hija transgresora, madre transgresora y media: esto es vida, pensé mientras tomaba té de boldo a las once de la noche para bajar las porquerías que, con absoluto descontrol, había engullido durante la jornada. Antes de acostarme la llamé a la infiel, y después de escuchar su vocecita y verificar que estaba donde debía estar, me dormí tranquila.

El jueves siguió la calma, siguió el orden y siguió la ingesta desordenada de víveres varios. Fui a trabajar, volví, leí hasta tarde...

Los viernes también estoy en casa. Lavé ropa, limpié pisos, lustré muebles, comí de todo menos comida lógica, escribí un rato, visité a mi madre, tomé café con una amiga... lo de siempre; mi vida es poco glamorosa, acá entre nos. Ni limusinas en la puerta, ni pretendientes haciendo cola para invitarme a salir. Después de cenar liviano (café y bombones de menta) me quedé trabajando hasta muy tarde, corrigiendo unos escritos. Casi a las cuatro de la mañana, con el último bostezo y justo antes de apagar el velador, se me ocurrió pensar donde andaría mi niña. Estudiando no, seguro. Durmiendo, difícil. Lo más probable es que estuviera en “El Cuervo”, o en “El Ojo Bizarro”, o en “Pétalos”, o en “Jamaica”, o en alguno de esos antros que suele frecuentar con su pandilla: la Naye, la Dani, la Emi, la Flaca, la Mary, la Vale, la Negra... a todas las conozco desde chiquitas y son confiables, así que mientras anden juntas estoy tranquila. Todo lo tranquila que una madre puede estar con las cosas que pasan últimamente... confieso que me desvelé como si fuera la primera vez que mi hija salía de noche, y me pasé dos horas a puro té de boldo y antiácidos.

El sábado a las nueve de la mañana la llamé por teléfono para ver si ya venía. Una voz de ultratumba me contestó que sí, que al mediodía. Con enorme alegría reconocí la voz: ¡era Carla, mi Carlita!, que hacía apenas un rato se había acostado. Finalmente llegó para almorzar... a las cuatro de la tarde.

Ya pasaron tres semanas, falta una, y vuelve. La ausencia de mi hija me sirvió para darme cuenta de muchas cosas, a saber:

1) Que la soledad no mata, lo que mata es no saber que hacer con ella.

2) Que a pesar de mi desorden gastronómico y mis rebeldías domésticas, estoy madura para vivir sola.

3) Que mi vida es absolutamente mía, y que sólo depende de mí que sea una vida plena o un suplicio. Amo a mi hija, la extraño como se extraña todo lo bueno que uno atesora, extraño su abrazo, extraño la seguridad de saberla durmiendo en su cama, en su casa. Pero hay que sobreponerse a ese extrañar, para que no se vuelva una costumbre y uno quede clavado en la añoranza.

4) Que mi hija es importante para mí por ella misma y por ser quien es, no por los huecos que llena en mi vida. Hace ya muchos años que me hice responsable de todos mis agujeros, sobre todo los del alma. Algunos están llenos, otros siguen vacíos a la espera del contenido que les corresponda; mi hija fluye, mientras tanto, en absoluta libertad, sin la condena de hacerse cargo de las carencias de su madre.

En fin, que mi pichona puede irse cuando quiera y volver cuando le dé la gana. No voy a estar esperándola con los brazos abiertos, como suele decirse; además de cansador, me parece poco práctico. Sería como quedarme sin hacer nada, brazos abiertos, brazos vacíos, sólo esperando... prefiero recibirla con algo entre los brazos, sean frutos o semillas, para que nunca se sienta en la obligación de llenar mis huecos.


* * *

Esto también es de Peperina Exprés, mi columna de El Zonda de San Juan. Pasaron 5 años, muchas noches con Carla lejos de casa corrieron bajo el puente, y aquí estoy, como si nada. Todavía me cuesta un poco dormirme sin escuchar su voz, pero cada vez menos. Ahora puedo pasarme, digamos, tres o cuatro días sin saber nada de ella. Para cuando la nena cumpla 40, puede que si se va a vivir a otro país no me muera de angustia.

Hablando en serio, ¿cómo hacían nuestros ancestros para impulsar a sus hijos a abandonar el nido a edades tempranas, de ser necesario con un puntapié en el tujes? Ahora protestamos todo el día porque dejan tirado el toallón mojado en el baño, no se lavan ni un calzón, llegan tarde a todas partes si no los despertamos a horario, no desayunan si no les hacemos las tostadas y antes de lavar un plato son capaces de comer con los dedos... pero a la hora de poner las cartas sobre la mesa, en lugar de impulsarlos a ser independientes les decimos que lo piensen bien, que los alquileres están caros y es plata tirada, que en casa hay lugar (en la mía no, pero no importa), en fin, ponemos, y nos ponemos, todo tipo de excusas para que sigan junto a nosotros. ¿Será por miedo al nido vacío, o porque somos masoquistas? ¿Será porque todavía los vemos chicos, o será porque verlos grandes significa asumir nuestra verdadera edad, la del documento? ¿Será por miedo a que les pase algo y no estemos ahí para ayudarlos, o porque necesitamos que dependan de nosotros para que nuestra vida tenga sentido?

Ellos, claro, no ayudan para nada, porque están comodísimos. Y ahí está la madre del borrego, en que están demasiado cómodos. Para los maduritos como yo, la casa de nuestros padres era nuestra casa, sí, pero con reservas: era nuestra porque vivíamos ahí, pero los que decidían de qué color se pintaban las paredes, dónde iban los muebles y qué se compraba en el supermercado eran papá y mamá; cuanto mucho, nos dejaban decorar nuestra habitación, pero a ninguno de nosotros se le hubiera ocurrido poner en el living un poster de Alain Delón o de Charly García. Ahora, en cambio, si los dejamos se apropian de todo el espacio disponible, deciden qué música se escucha, a qué hora se come o se duerme, y si nos descuidamos, nos desalojan de nuestra habitación cada vez que se queda a pasar la noche su novio/a. El "mi casa" de las nuevas generaciones es casi una declaración de guerra: "esta también es mi casa", dicen cuando nos resistimos a que nos llenen los estantes y paredes de adefesios; "esta también es mi casa", dicen cuando intentamos recibir nosotros un novio/a, "esta también es mi casa", dicen cuando nuestros amigos no les gustan.

El "mi casa" de mi época hablaba de amparo, del lugar donde nos sentíamos protegidos. El "mi casa" de ahora, me parece, tiene la arrogancia de quien clava una pica en tierra y dice "acá mando yo".

Y es una pena, porque cuando el adulto de hoy sigue viviendo entre las mismas paredes que el niño que fue, se está perdiendo el desafío de construir un espacio propio, único, personal, y el placer de volver de vez en cuando a la casita de los viejos, allí donde quedaron sus recuerdos.

domingo, 19 de octubre de 2008

Semblanza de una madre modelo 1936

Hace rato que Madre me pide que escriba algo sobre ella para la posteridad. Hoy le voy a dar el gusto. Cuesta intentar una semblanza que no sea cursi, ni archisabida: ¿Qué se puede decir que no se haya dicho de la grandeza de las madres, de su capacidad de sacrificio, de su amor incondicional? De las madres en general, no sé; pero de la mía...

Les cuento.

Si tuviera que comparar a mi mamá con algo, sería con una topadora. Taurina de pura cepa, agacha la cabeza y arremete, hoy como ayer, contra lo que se le cruce. Últimamente arremete más que nada con la lengua, y bien brava que la tiene, pero en sus años mozos bastaba que una idea cruzara por su mente para que la llevara a la práctica. ¿Pintar una habitación en la casa de Rosario, que cada dos por tres dejaba caer sobre nuestras cabezas el reboque del techo? Ella sola corría todos los muebles, rasqueteaba, preparaba la pintura, y meta rodillo y brocha, a la noche uno dormía en un cuarto nuevo. ¿Arreglar el jardín de la casa de Unquillo, 1400 metros de terreno? ¡Una pavada! En un principio, fueron cientos de papas de dalia enterradas en primavera y desenterradas a comienzos del otoño; más tarde, incontables plantines de petunias renovados todos los años. Y entre tanto, millones de yuyos sacados a mano, y canteros carpidos de rodillas. ¿Coser vestidos para sus hijas? Con los moldes de la Temporada para niños y la Singer a pedal, cualquier retazo se convertía en un jumper, y los trajes de papá que le iban quedando chicos se reciclaban en pulcros trajecitos para nosotras.

Mamá tuvo una infancia pobre, de inviernos sin medias, abrigos escasos y zapatillas con agujeros en la punta. Apenas hizo la primaria, pero nos revisaba los cuadernos todos los días y nos educó mejor de lo que muchas profesionales educan hoy a sus hijos. Mi niñez, gracias a ella, tuvo cumpleaños memorables: todo casero, como se estilaba entonces, desde la torta hasta las empanaditas de copetín, las tarteletas, las cazuelitas de salchicha en salsa, las albondiguitas fritas... lo único que compraba eran los sandwiches de miga y las gaseosas. Y el cotillón... altos bonetes de cartulina decorados con lunares de papel glacé metalizado y volados de papel crepé, que los varones no querían ponerse, y collares hawaianos, que mamá comenzaba a preparar varios días antes cosiendo tiras y tiras de papel crepé en la Singer, con puntada larga y el hilo de la bobina flojo para poder fruncirlas y armar los collares más gordos, multicolores y prolijos que se pudieran imaginar.

Cuando recién nos mudamos a Córdoba, nuestros domingos en el río San Antonio también eran memorables: en el baúl del 404, dos heladeras de telgopor conservaban las vituallas, incluido el postre: frutillas con crema, budín de pan o alguna torta descomunal, decorada y todo... había que alimentar a la familia, y mamá lo hacía a conciencia.

No puedo menos que recordar con ternura su peinado batido de la década del ´60, similar al de la esposa de Homero Simpson; ni los “claritos”, moda absurda que la hacía parecer vieja a los treinta; ni sus osadas minifaldas cinco dedos arriba de la rodilla. No puedo menos que admirar su orgullo por lo que hacía, y por sus orígenes: de obrera en una fábrica de zapatos, veinte años después estaba dirigiendo a cien personas en su propia fábrica, la que empezó de la nada con su marido y que llegó a producir mil pares diarios. Cuando, poco más tarde, perdió todo, salió con la frente alta a buscar trabajo, peleando codo a codo con los hombres por un puesto de encargada. A los setenta años, sigue en el gremio; hoy trabaja en su casa, tiene un pequeño taller en el que es dueña y única empleada, y no pierde la esperanza de volver a tener su propia fábrica. Tozuda, mi vieja...

Y linda. Tan linda es, que salió Miss Alberdi allá en Rosario, cuando tenía veinte años. Vieran la foto... nada, nada que envidiarle a las bellezas de su tiempo, ni a Sofía Loren, ni a la Bardott, ni a la Lollobrígida. La corona que la Miss luce en el retrato, de cartulina con lentejuelas pegadas, no alcanza a desmerecer su glamorosa belleza, aunque señala que el barrio no era de lo más “caté”... pero no se lo digan, porque se ofende.

Si tuviera que elegir, de entre tantos, un recuerdo querido de mi infancia, elegiría el más viejo: mamá leyéndome un cuento, siempre el mismo, que antes de los tres años me aprendí de memoria de tanto escucharlo: “Galopito era un potrillito que, ico, ico, llevaba a pasear a los animalitos del bosque. Pero un día...”. El impulso apremiante de dar vuelta la página para ver como siguen las historias, las de los libros, y a veces las de mi vida, las que releo por décima vez y las nuevas, no me abandonará jamás. Eso no tiene precio, y se lo debo a mi mamá. ¡Feliz día, vieja! Eso sí, no protestes si me olvidé de algo, que tantas virtudes tuyas no caben en un artículo como éste...

(Publicado en El Zonda de San Juan, en mi columna Peperina Exprés)

viernes, 10 de octubre de 2008

Globali...¿qué?

Esto de estar sin trabajo es como un parto en cámara lenta. Es más, alguien tomó el control remoto, apuntó hacia mi imagen, puso la pausa y me dejó congelada justo en medio de un pujo, con el jadeo atragantado y un grito a medio brotar. Así me siento, le juro. Paralizada en plena agonía.

Como ya no me queda ni media neurona sana, busco ideas de prestado para reconvertirme y transformarme en mi propia empresa, que es lo que debemos hacer los desempleados, según dicen los que saben. En esa búsqueda a ciegas, cayó en mis manos una revista femenina editada, por supuesto, en Buenos Aires. Y ¡Aleluya!, nota de tapa: “Mil ideas para crear su propia empresa”. Ávida de efectivo y de soluciones, me aboqué a la tarea de leer las cinco páginas con toda la apertura mental que mi desesperación me permitía. Les cuento lo que encontré:


1) Peluquería canina a domicilio: “Sólo” se necesita una trafic equipada para bañar perros, o sea con instalación de agua caliente, secadores de pelo, ¡y nada más!. Claro, eso puede andar si uno vive en Buenos Aires. Acá donde YO vivo, en Río Ceballos, cada quien baña su perro... cuando lo baña. O el perro se va al río y se baña solo.


2) Viandas para frizar de comida naturista. ¡Que negocio! En Barrio Norte, porque lo que es acá, donde yo vivo... debe haber uno o dos freezer en todo el pueblo, y la comida es naturista, eso sí, nada envasado: mate y criollos mañana, tarde y noche.


3) Servicio a domicilio de... ¡ ordenamiento de placares! Una paquetería: por la módica suma de $ 200, una persona viene a ordenarle su placard y le vende un montón de cajitas primorosas y de bolsitas perfumadas. Justo para mi pueblo ese negocio, placares desordenados debe haber a montones, pensé primero... pero gente dispuesta a pagar esa fortuna, dudo que haya, pensé después.


4) Servicio de lunch para cumpleaños infantiles: que quiere que le diga, en los últimos diez cumpleaños a los que asistí el menú autóctono estuvo compuesto por papitas, saladitos, panchos, pizza, jugo y torta. Al margen del poder adquisitivo de los anfitriones, acá el menú fijo es ese. ¿Lunch? ¿Qué es eso?


5) Reciclado y venta de muebles antiguos: y claro, allá “reciclan”, pensé al borde del llanto. Porque lo que es acá... rejuntamos, nomás, amontonamos cachivaches.


6) Digitopuntura a domicilio: si, y reiqui, y masajes con aceites esenciales, y toda una gama de opciones antiestrés que los porteños deben estar acostumbrados a pagar con gusto, pensé. Porque lo que es acá, cuando estamos algo locos nos vamos a caminar por la orilla del río y si no se nos pasan los nervios, paciencia.


En fin, que ni una sola de las ideas me sirvió. Porque es como que hay dos mundos, el mundo globalizado, el mundo de allá, donde se editan las revistas, donde uno puede reconvertirse en su propia empresa... y el mundo de acá a la vuelta, el de tierra adentro, donde ya no nos queda a quien venderle pastelitos, empanadas, dulces caseros ni pastafrolas. Ni hablar de bañar al perro ni de ordenar los placares, que para darse esos gustos hay que tener mucha plata.

* * *

Cuatro años pasaron desde que escribí esto para mi columna del Zonda, y acá estamos de nuevo al borde de la inflación, la recesión y la devaluación. Y a mí esto de la crisis global me da pavura, me agarra como un ataque de delirio apocalíptico y empiezo a hacer ridiculeces como economizar fósforos, comer cosas crudas para ahorrar gas y barrer menos para no gastar la escoba. Mi amigo JT, que sabe de estas cosas porque ha vivido mucho, intenta tranquilizarme por mail diciéndome que no me preocupe por el futuro porque en el largo plazo todos vamos a estar muertos, frase que me desespera porque a mí lo que me importa es el corto plazo y lo que tendré que hacer para llegar a fin de mes. JT insiste, dice que la vida es una sucesión de imprevistos, que hoy estamos arriba y mañana abajo, que la economía es cíclica y que siempre que llovió paró, y yo coincido con él hasta que enciendo el televisor y veo que las bolsas del mundo se desplomaron; ahí me vuelve a atacar el delirio apocalíptico y corro a comprar fideos, arroz, latas de arveja, jabón en polvo y papel higiénico antes de que dólar se vaya a las nubes.

Después, claro, me pongo a pensar en cómo puede ser que algo tan intangible como la bolsa de Tokio pueda hacer tambalear la economía de alguien que vive en Río Ceballos y nunca en su vida compró o vendió acciones de nada. O cómo puede ser que en Estados Unidos quiebren los bancos y sin embargo el dólar siga subiendo. O cómo puede ser que los gremios pidan aumento tras aumento mientras las empresas empiezan a pensar en reducir su personal. O cómo puede ser que...

Y cuando la cabeza no me dá más, porque no entiendo nada, salgo al jardín, reviso mis plantitas de tomate y de pimiento, me fijo si ha brotado alguna semilla de calabaza, le doy ánimo a la lavanda que trasplanté para ver si resucita, y me siento en un tronco a mirar las sierras. A mis pies, las hormigas pasan como una caravana de veleros acarreando trocitos de hojas y flores, algunos varias veces más grandes que sus cuerpos. En el cielo, un jote vuela en círculos morosos mientras una pequeña bandada de palomas se posa en los cables de la luz y un colibrí va y viene en mi madreselva. Y ahí entiendo que sí, que como dice JT, no hay que preocuparse por el futuro. Hay que vivir, nomás; el resto, Dios dirá.

Además, no hay que preocuparse por el futuro ¡porque es igualito al pasado! Como dice el tango, veinte años no es nada... y treinta, cuarenta o cincuenta, tampoco!